No he terminado de abrir la puerta del taxi cuando Ana Lucía* sale a mi encuentro. Es alta: no tiene aretes ni maquillaje, su tez es blanca; lleva el pelo recogido en una cola de caballo, usa gafas y es muy amable, aunque poco expresiva.
Son las 5:30 de una tarde de sábado y solo faltaba yo para que el bus ‘pirata’ arrancara hacia la vereda Palogordo de Girón, donde no llegan el transporte legal. El destartalado bus va lleno en su mayoría de mujeres y niños. Son cerca de 50 minutos desde la batea de Girón, Santander hasta la vereda Palogordo. Gran parte del recorrido, en carretera destapada.
Solo bastó el saludo, para que Ana Lucía comenzara su historia. Su esposo Mario* es guerrillero de las Farc, y aunque esté preso, ella asegura que nada lo hace abandonar la causa por la que está condenado a 40 años de prisión por rebelión y secuestro, de los cuales ya lleva nueve en la cárcel de Palogordo y 19 junto a Ana Lucía.
Durante los cuatro años en los que su pareja estuvo libre, si es que así se le puede llamar a alguien que vive entre el monte, huyendo de la justicia, Ana Lucía viajaba permanentemente a encontrarse con Mario.
-¿Nunca le dijo que se retirara de eso e hicieran una verdadera vida juntos?
-“No. Yo lo conocí así. Además él dice que no va a dejar de pelear por los derechos humanos, por la lucha social…. Yo sé que estos 14 años a él no lo han hecho cambiar, antes lo han vuelto más resentido, porque hemos vivido las injusticias de traslados a otra ciudad como Valledupar en donde me tocó viajar 10 veces…”.
Ana tiene tres hijos pero ninguno es de Mario*. Todo este amor tan incondicional le ha costado su propia libertad y, dice, perder a su hijo menor de 20 años, que le reclama el ser un drogadicto por el abandono sufrido en este tiempo.
-¿Es mi culpa, cierto? Si no he estado con él. Imagínese, mañana (domingo) cumple 21 años y míreme yo acá… ¿qué estará haciendo está noche?”, se indaga a ella misma, mientras una lágrima se asoma por su ojo derecho. Solo una.
Cuando recién capturaron a Mario* a ella la acusaron de ser colaboradora también de la guerrilla, pero del Eln. Por este motivo estuvo presa durante un año en la cárcel de mujeres de Bucaramanga. Según cuenta, la persona que la acusó, un informante del Ejército, inventó un cuento tan rebuscado, que aún no entiende cómo pudo durar tanto tiempo presa. Finalmente pudo demostrar que su único delito fue enamorarse de un guerrillero.
Historias de amor
Llegamos faltando 15 minutos paras las 7 pm. Al bajar hay cuatro mujeres sentadas afuera de la casa en donde nos quedaremos. El lugar sirve de hotel para todas las esposas, novias, amigas y familiares de los internos de la Palogordo, que recibirán su segunda visita del mes al día siguiente.
Son mujeres por encima de los 30 años, muy amables y con un motivo para venir cada 15 días, sin falta. “Para aguantar 14 años con el esposo preso es por amor… realmente en el tiempo nunca he pensado, porque con una condena tan alta, para qué. Nunca le dije, siempre lo voy a acompañar porque uno no sabe. Yo siempre dije, el tiempo lo dirá y pues hasta el momento ahí estoy”, expresa Ana Lucía.
Eliza* también va al patio tres a visitar a otro guerrillero de las Farc, aunque es una mujer que supera los 40 años, al hablar de él se vuelve una adolescente enamorada. Su pareja está condenada a 60 años y apenas lleva cinco. Ya son dos años en los que va a verlo sin falta.“… yo enamorada no, porque soy difícil pa’ creer en el amor, pero me ilusiona como persona. Venir acá me distrae de todo el corre corre que tengo en mi vida diaria”
Janeth* es de las pocas mujeres profesionales que esta noche he tenido la oportunidad de conocer y visita desde hace un año, a escondidas de su familia, a un exprofesor de la Universidad Industrial de Santander, UIS, acusado por el secuestro de un amigo, aunque ella insiste en que es inocente. También está en el patio tres. Ya son 11 años encerrado y en 2016 saldría en libertad.
“…Aunque es poco el tiempo que nos vemos, él es muy pendiente de mí, me llama todos los días y es muy especial conmigo. El señor del bus me preguntaba que qué le veíamos a esos tipos, y yo le decía pues quizás lo que no le vemos a ninguno acá en la calle”.
Ya son las 9 p.m, el antejardín de la casa va quedando solo, pues a las 2:30 a.m debemos estar en pie para el registro en la cárcel.
Domigo de visita
Son las 2:10 a.m y ya se escuchan algunas mujeres afuera de la habitación. Ana Lucía me llama a ver si estoy despierta. Todas toman sus cobijas o toallas y se van en pijama a hacer la fila para el registro. La cárcel queda a escasos metros de la casa.
Al llegar a la ventanilla en donde está el guardián me piden el TD (tarjeta decadactilar), que es el número de identificación de cada recluso.
Luego me toman una foto y registran la cédula. Me tocó el ficho siete. Es hora de volver a la casa y dormir dos horas más. Son las 3:20 y a las 5:30 debemos estar de nuevo en pie.
Una mujer enamorada
Son las 6 de la mañana, en el ambiente hay algarabía, se notan la emoción y tensión, pues restan horas para ver a sus parejas.
De las mujeres de unas horas atrás, con pijama y cara de sueño queda poco. Todas se maquillan, algunas planchan el pelo, otras prefieren vestidos o faldas muy cortas. Parece un desfile, solo faltan los tacones y las joyas, pero para ingresar a la cárcel se debe ir en top, porque cualquier broche del brasier puede pitar en el detector de metales; sandalias tres puntadas; pelo suelto; sin aretes, ni ningún elemento que suene en el detector.
Llegó la hora del ingreso, en este punto pierdo la noción del tiempo, no hay relojes, ni celulares. Ana Lucía sonríe y me da unas cuantas indicaciones más, soy la primípara.
La primera requisa es con una guardiana, que sin guantes toca todo mi cuerpo: muslos, senos, genitales y, además lo revisa con un detector de metales. Después hay otro control en donde me sientan en una silla para saber si llevo algún metal adentro.
Tras esto, paso a otro control en donde toman las huellas y colocan un sello en cada brazo. De ahí a una máquina detectora de metales de cuerpo completo y se recibe otro sello en cada brazo. El último control es en hilera: ocho mujeres, todas sentadas, esperando a que un perro pase de esquina a esquina, por cada lado, oliéndonos, con el fin de que detecte si alguien pretende ingresar droga. Aunque sabía que lo único que llevaba era ansiedad, el animal se queda al lado mío. Una bella joven, de cabello negro, y aparentes 18 años está enfrente mío. A todas nos dejaron seguir menos a ella.
Camino un largo trayecto hasta que llego al ala de máxima seguridad, pabellón tres, en donde se encuentran los guerrilleros del Eln, Epl, Farc. La entrada para las visitas es hasta las 10 a.m y se va ingresando según el registro. La salida es sobre la 1:30 p.m.
Cientos de hombres detrás de unos barrotes esperan su anhelada visita quincenal. Recorro rápidamente los rostros hasta que Ana Lucía me sonríe; está al lado de su amado Mario* y junto a ellos, Fernando Camacho Riaño, representante de derechos humanos de la Palogordo y condenado por ser guerrillero de las Farc.
El lugar es amplio, pero no suficiente para los reclusos y familias que están ese día. En medio hay un parque infantil al que le llega directamente el sol. Los juegos para los niños son los únicos que tienen colores diferentes al gris que hay en toda la cárcel. Alrededor tienen mesas de cemento, butacas de cemento, paredes de cemento.
Al llegar a nuestra mesa, hay gaseosa, helados, avenas y todo tipo de golosinas. Es el único día que tienen para comer algo así. Todo lo que compran en la cafetería lo hacen con fichas, que tienen un código y un valor. Según el trabajo que realicen dentro del penal o lo que sus familias les consignen el jueves anterior a la visita, pueden comprar.
Janeth* y Eliza* están con sus parejas, acarameladas como la mayoría ese día, excepto los que están también junto a sus hijos.
Hora del adiós
Se acerca la hora de la despedida. A pesar de que no hay reloj, el calor sofocante anuncia que estamos entre las 12:30 y la 1 de la tarde. Los niños que no han salido del parque, ni para almorzar, juegan con agua hasta que se mojan por completo.
Ana Lucía y Mario* aprovechan sus últimos minutos. Se miman, contemplan, pero jamás son tan explícitos. La madurez de su amor se nota.
De pronto un guardián pasa anunciando que es la hora de la salida. Uno de los reclusos, en frente de nuestra mesa, un hombre muy joven, rubio y de buen aspecto físico, al que al parecer visitan sus abuelas, abraza a su hijo, con quien estuvo todo el tiempo jugando.
-Papá yo quiero quedarme contigo en el cuarto, le dice. –No, ya te he dicho que es muy pequeño y no cabemos los dos.
Se abrazan más fuerte. Las personas se despiden, se besan, se abrazan. Pasarán otros 15 días antes de que puedan volver.
Me despido de Fernando y Mario*.
Ana Lucía también lo hace, no se demora mucho, no quiere prolongar la tristeza. Algunos reclusos corren rápido a asomarse a unas pequeñas ventanas por donde pueden ver a sus familiares haciendo la fila para poder salir.
Salgo rápidamente, no espero a Ana*. Ellos se asoman tras las rejas, y todos dicen adiós, ellas también tras sus propias rejas.