Una vieja casona, abandonada y deteriorada por el embate del tiempo y la historia fue el comienzo de un sueño visto desde la montaña.
La montaña en la que ellos vivían y desde donde la veían estropearse, sin poder acceder a ella.
Él, Antonio Sandoval, un abogado, maestro de construcción y carpintero, como se define. Ella, Yomi Reyes, una odontóloga y soñadora, como se muestra. Los dos decidieron darle vida a un lote de 20 mil metros, que por allá sobre 1.900 hospedó a militares de la Guerra de los Mil Días y a soldados heridos, y en 1.990, casi 100 años más tarde, acogió a familias enteras que retozaban y chapuceaban en el lago, mientras disfrutaban del espacio acogedor de la vieja casona.
Fue así, soñando desde su pedazo de montaña, como un día Antonio Sandoval conoció al dueño de este rincón de 20 mil metros, quien decidió vendérselo.
“Este terreno pasó de ser un patrimonio familiar abandonado, de propiedad de Efraín Ramírez, a lo que intentamos construir hoy. Él, Efraín, es un verdadero caballero, un lord. Así lo recuerdo”, expresa el propietario de la vieja casona que contiene parte de la historia del hospital de los mil días, los recuerdos nostálgicos de los Ramírez y la alegría de quienes hoy acuden allí a compartir momentos de jolgorio.
Un poco de todo
“La casa fue más que hospital, el Comando Central de Próspero Pinzón, Comandante de las fuerzas oficialistas, quien desde acá planeó y salió hacia la Hacienda San Pablo, desde donde se disparó el primer cañón y forzó el fin de esa Guerra de los Mil Días”, relata Antonio, mezcla de intelectual-historiador y hombre de campo, sencillo, de hablar pausado, y convencido de que el arraigo y la nostalgia le marcan el sendero a seguir.
Él no niega su ascendencia. Orgulloso expone que proviene de la vereda Zaragoza, en San Miguel, de una familia de 11 hijos que se crio en una hacienda hermosa por el entorno, la estructura y el ambiente familiar, con mil contrastes de naturaleza rural. Su padre, Antonio Sandoval, fue un hombre de campo que les inculcó el respeto y el amor por la tierra.
“Nosotros tuvimos la fortuna de tener unos papás que desde muy jóvenes nos enseñaron el amor a la tierra, el afecto por ella y logramos una verdadera realización de hombres de campo”, plasma con sus palabras, mientras acaricia una de las columnas que con sus trabajadores levanta en el recinto que hoy llama Casa Antonio 1912, en memoria de su padre.
Hace 12 años empezó la nueva historia de este espacio, que ni las distintas embestidas del tiempo y la naturaleza han podido acabar.
“Cuando veo el terreno descubro que en él hay expresiones extraordinarias de identidad arquitectónica, de identidad con las características de la región, de la santandereanidad. Sin ninguna pretensión disponemos de lo que el mismo terreno nos dio, y la consecuencia son unos espacios acogedores, que en cualquier momento pueden evocar la nostalgia del pasado y traer al tiempo actual aconteceres de la memoria”, relata el profesional convertido en maestro de obra y restaurador de espacios.
Y no falta quién o qué cuente la historia del lugar.
Hasta la eucalipta de 200 años que da la bienvenida a los visitantes, tiene relatos escondidos en sus entrañas. Ella, imponente, pareciera retorcerse para evadir los ataques del tiempo, mientras teje en su piel la historia que los soldados y muchos más han dejado tirada a sus pies.
“Alrededor de la eucalipta, apenas llegamos y empezamos a trabajar, encontramos desechos de prendas de los uniformes de los soldados de la Guerra de los Mil Días, botones y basura”, relata Antonio.
Esta misma eucalipta también fue el caballo de los hijos de los Ramírez, la casa en el aire de los sobrinos, el columpio de los compañeros de juego, el proveedor de musgo de Navidad. Muchas historias y recuerdos que permanecen en un mismo lugar.
Qué viene ahora
Esta pareja, transparente, sencilla y visionaria, hoy sueña con compartir este lugar con quienes lo quieran disfrutar. Abrir las puertas a quienes amen la historia, la naturaleza, el arte, la cultura, el desarrollo, y todo lo que la mente humana alcance a vislumbrar.
“Lo que encuentra uno acá es sobrecogedor, porque le trae a la memoria pequeños pedazos de esos pueblitos de donde venimos, la expresión de pequeños retazos de nuestros pueblos dispersos en una topografía de ladera, tierras rojizas, que es como el renacimiento de una identidad que a veces se siente perdida”, evoca Antonio, hijo y soñador.
¿Que si sueñan?, por supuesto que sí. Ellos, Yomi y Antonio, añoran poder hacer un lugar que exprese la identidad del pueblo, de la historia de un pueblo de Santander, de cualquiera, pero de Santander. Que cada vez que alguien lo visite, sus recuerdos acudan a su mente y su identidad salga a flote, que puedan contar en el terreno el orgullo de ser santandereanos.
Eso es lo que hace que haya algo de magia en este espacio. Allí, se sueña con que se pueden lograr grandes cosas, allí se logra dejar volar la imaginación.
Este espacio, abierto a las mentes soñadoras, espera ser descubierto.
Se vale soñar y luchar por estos sueños. Y por qué no? pensar que en pocos años tendremos nuestro propio pueblito santandereano, construido para mostrar la riqueza, el carácter y el arraigo de la región, para el deleite de propios y extraños, y –por qué no- hasta de quienes quieran un lugar ideal para recrear los sentidos y la imaginación.