Paisajes interiores
Hay algo roto en cada escena; algo se agita o repta bajo la superficie asfixiante, y pugna por salir. ¿Qué profunda angustia ata y condena a esos seres algo informes, que incendiados y desnudos se desplazan, con esfuerzo, por túneles y laberintos, que guardan un precario equilibrio sobre lo que parece ser el vestigio de un naufragio?
Está también el ojo de quien observa, ensimismado. Ve, fija la pupila y mira. Y se tiene la sensación de que ese observador es, a la vez, el que sufre y se agota en ese retorcerse sin pausa entre las ruinas, el caos, los fragmentos, que aunque dispersos parecen crear un espacio cerrado, contenido y a punto de estallar, como si fuera el milisegundo antes de la explosión original.
Y, sin embargo, como una paradoja, tras de esa miríada de elementos que se conjugan en cada escena, con sus figuritas en perpetuo desplazamiento, no hay violencia: es como si el primer instante de la expansión vertiginosa de ese mundo hubiese quedado fijo en el tiempo, congelado, y por ello, de cierta forma, hay paz. Y paradójico es, también, que en ese sereno observar del que es-y-mira no hay juicios ni identificaciones. No soy el caos, parece enunciar frente al caos. No soy el que repta, dice mientras se arrastra por un túnel estrechísimo. No soy el que se balancea peligrosamente al borde de la nada, asegura mientras extiende los brazos para guardar el equilibrio. No soy ese cuerpo desgarrado y roto, que arde, pareciera entonar mientras se deshace en pavesas. Soy el que observa, sin más, sin juzgar, respirando apenas, de forma natural, al ritmo de universo mismo, con el pulsar de una estrella.
El que es-y-mira se abandona a un imperturbable reflexionar; es un ser que atisba en su interior, aguijoneado por eternas preguntas sin respuesta, más antiguas que la vida misma. Quizá sabe; quizá encontró la salida del laberinto, el orden exacto de cada fragmento astillado. Sabe que todo es ilusión. Y calla. No tiene sentido enunciar lo indefinible, piensa, y esa voz en su cabeza retumba, y todo vuelve a estremecerse de forma imperceptible.
Helo aquí, de nuevo, casi metamorfoseado en un ave fénix a punto de alzar el vuelo para reiniciar el perpetuo ciclo, para sumarse sin oposición a ese eterno fluir que es la vida, para reiniciar una nueva vuelta de la rueda del Samsara.