Un médico aquejado por la enfermedad de la música
El maestro Luis Eduardo Franco habla con la sencillez de quien alberga un diáfano universo en su interior. Pero uno siente que, además de a un erudito de la música, está escuchando a un filósofo o un acucioso historiador. Es cálido y amable. Y posee una finura de espíritu inusual. Pese a haber vivido por décadas en Santander, su acento conserva un dulce dejo caldense.
“¿Por qué estoy yo en el mundo de la música? Complicidad de los astros. En nuestra familia se mezcla el oído y la disciplina del lado Ospina, con el amor por la música del lado Franco. Es lo que nosotros llamamos ‘musicopatología familiar’. La otra parte se debe al ambiente en que fui criado en mi hogar, y especialmente por mi papá, que se llamaba igual que yo, y le tenían el mismo apodo: Franquito. ¡Pues como somos tan altos! Básicamente soy el producto de esa conjunción.
Además, en aquella época se dio un contexto cultural y sociopolítico en Colombia muy interesante, que contribuyó a que Manizales –que era una ciudad a la española antigua, con una topografía muy agreste, de gente aguerrida, más bien introvertida, cuna de poetas, músicos, pensadores, filósofos, escritores– se volviera un reducto donde la gente buscaba trabajar en tranquilidad, y vivir, simplemente vivir, como nuestra familia, que llegó huyendo de la violencia cuando yo tenía tres meses de nacido, al que después llegaron profesores que estaban huyendo de Europa, como los maestros Karl Schwanenberg, Nino Bonavolontá, Mario Prati, Esteban Galdós, y Emilio Paracchini Bonini, que fue mi profesor de piano, y también profesores del sur del continente.
Hablar de mi proceso de formación como músico es hablar de dolores… dolores de barriga. La primera contaminación con música fue el ejemplo de mi padre; eso es indudable. Mi papá tocaba bandola, pero no fue tanto por eso, sino que él era proclive a la música, y todo lo que tuviera que ver con ella lo alcahueteaba al ciento por ciento; y lo otro fue mi primera profesora de kínder, Gabrielita Puertas Zuluaga, que me enseñó a tocar una guitarrita hecha por Manolito (Manuel José Osorio) a mi medida. En los ratos libres me enseñaba canciones mexicanas, melodías con una sola cuerda, y, claro, se enferma uno de eso.
Después, mi padre le mandó a fabricar a ese mismo lutier una guitarra y un tiple a escala un medio –¡perfectas!–, que todavía existen (son una joya). Afinaban bien. En esa guitarrita tocó Álvaro Romero Sánchez, el guitarrista del Trío Morales Pino; esas son cosas que se llevan en el patrimonio espiritual. Estamos hablando de cuando yo tenía cuatro o cinco años. Después, cuando entré a la primaria, tocaba una guitarra dos tercios, y me quedaba grande.
Luego seguí estudiando en el Conservatorio. Todas las tardes llegaba del Instituto Universitario de Caldas, me tomaba el chocolate con pan o con arepa, y córrale para el Conservatorio, de cinco a siete u ocho, todos los días, de lunes a viernes, estudiando lo que los profesores europeos diseñaron como un derrotero, que era empezar con solfeos, hablados y cantados, armonía, contrapunto… y logré aprender algunas cosas. Ningún genio de la música he sido yo jamás, pero lo hacía con amor. Y a raíz de esa disciplina, sin jugar, sin descansar, termina uno enfermándose de alguna cosa, de alguna tripa… Pero ya me alivié.
Yo estudiaba guitarra con el maestro Hernán Moncada, en Cali, y luego piano, con Emilio Paracchini, que vivía en Pereira, a donde yo viajaba todos los sábados; él me prohibió la guitarra, que porque me dañaba la pulsación.
Más tarde empecé a interpretar música colombiana por defecto, porque tocó reemplazar a mi hermana en la estudiantina de la Universidad de Caldas, para ir a recibir al papa Pablo VI en 1967. Ahí fue cuando yo empecé a tocar bandola, motu proprio, con ayuda del maestro Manuel José Osorio Ocampo, que era lutier, y clarinetista y saxofonista. El viejo me dio las primeras nociones en la bandola, y como yo ya sabía alguito de teoría de la guitarra clásica, me fue relativamente fácil; entonces aprendí a tocar la bandola casi solo, pero paralicé todo aquello hasta cuando terminé mi especialización. Y en eso he estado, en tríos, cuartetos, grupos, como el Nocturnal, que somos siete, la Orquesta de Cuerdas Pulsadas, que somos quince. Alcanzar ese justo equilibrio entre el deber y la devoción no es fácil, pero es muy satisfactorio; le brinda a uno mucha energía.
¿Y por qué no me dediqué a la música? Ese quiebre del proyecto de vida ocurrió al terminar el bachillerato, porque como en aquella época eso de ser músico era como tan feo, era de puros borrachos y no tenía ningún futuro, era como más decente estudiar medicina, y empieza uno a estudiarla, y hasta ahí le llegó la música. A los diecisiete años me tocó colgar la lira y dedicarme de lleno a la medicina, pero de ahí va sacando uno sus raticos y va logrando cierto equilibrio con un poco de esfuerzo y algo de insomnio. Por supuesto, tiene uno sus épocas, épocas en que está más activo en una cosa que en otra, épocas en las que se siente uno más contento; y son los ciclos de la vida. De esos grupos están resucitados ahorita el Nocturnal Santandereano, y de forma intermitente la Orquesta de Cuerdas Pulsadas, que es una nueva propuesta, muy bonita, y que queremos que no solo tenga continuidad, sino que al mismo tiempo sea un semillero de cuerdas pulsadas”.