“Punto de fuga”,
En sus disímiles formas de presentarse, el arte ha tenido múltiples funciones, una de ellas, tal vez la más asociada a su concepto, es la de servir como puente, como forma de evasión de la realidad. En la literatura, Julio Cortázar acuñó con su particular metafísica mundos posibles en donde el lector pudiera participar con el narrador, y se convirtiera también en protagonista y elemento activo de sus historias. Es célebre su relato “El perseguidor”, narración que muestra cómo la música es medio de liberación y artilugio para evadir realidades, a fin de construir otras.
Federico Carbia, artista de formación autodidacta y quien ha ejercido funciones de montaje y curaduría, además de participar en exposiciones individuales y colectivas en su natal Argentina y en el exterior, ofrece al espectador un mundo infinito de posibilidades ante su obra pictórica, en la que las escaleras, las ventanas, las puertas y todo tipo de edificaciones permiten un sentido de libertad, pero, al mismo tiempo, de soledad, de reencuentro con su propio ser. El espectador ejerce con su percepción una mirada hacia un infinito que se asoma con tonos pasteles, y en donde se hace más que evidente que son obras en donde la composición ha sido pensada y analizada previamente por el artista. Nada ha sido puesto al azar. Son construcciones arquitectónicas que dan esa sensación de proyección, que generan ese elemento de escape, o como diría Gustavo Cerati en su canción “Río Babel”, ese acto de “Fluir sin un fin más que fluir”, por esos puntos de fuga que son portales a nuevos espacios.
Sus obras son pasajes deshabitados posiblemente con el objetivo de que quien se asome a ellos inicie el acto de recorrerlos y configurarlos a su antojo. De tomar posesión de ellos y darles un sentido y un norte. Una razón de ser para que pierdan esa noción de tierras de nadie, donde la soledad prima y ejerce su absoluto poderío. Ante esa opción de no percibir presencia humana, más que en las edificaciones, el espectador puede habitarlos y hacerlos suyos. Sus tonos pasteles son puertas que se abren para que ese ingreso sea factible, una realidad que subyace en otra hasta tornarse infinita. Es viable ese acto de regresar a un lugar que se abandonó. Ese volver a un sitio en el que se vivieron múltiples situaciones. En las edificaciones vacías, quedan ecos de voces que no se repetirán, de seres que no retornarán, o si lo hacen, ya estarán convertidos en otros.