¡Hogar, dulce hogar!
No soy de los que cree que “todo tiempo pasado fue mejor”, pues cada presente nos da valiosas oportunidades para crecer y disfrutar el momento o cualquier situación. Sin embargo, debo admitir que en el tema de la institución de la familia siempre me embadurno de añoranzas.
De pronto si usted muy joven no les dará mayor crédito a estas líneas. Sin embargo, quienes ya hemos pasado varias páginas del calendario recordaremos, con profunda nostalgia, el hechizo amoroso que se respiraba en el otrora ‘hotel mamá’.
No pretendo hacerles creer que las familias de antes eran más sanas emocionalmente que las actuales, o que hoy no se puedan encontrar bellos ejemplos en casa.
¡Ni más faltaba!
Pero lo que sí es irrefutable es que los hogares de antes eran más estables que los de ahora. Al menos, en materia estadística, en el pasado no se registraba el escandaloso 62 % de divorcios que se ven en la actualidad.
Aclarando que no quiero hacer una apología del matrimonio, pues hay muchas uniones libres que dan cátedra de amor, de respeto y de unión, no es descabellado decir que hoy no se respira el encanto de los núcleos familiares de antaño.
Hay que reconocer que el concepto de familia, en esta época, se encuentra algo quebrantado. Hoy poco se ve eso de la unidad familiar, la cual implicaba manifestaciones de amor y una completa dedicación a los seres queridos.
La atención a los hijos, hay que admitirlo, también se ha descuidado bastante. Tal vez por las exigencias del mundo actual, que obligan a ambos miembros de la pareja a trabajar por el sustento, la educación o la formación de los menores prácticamente está a cargo de los maestros o de las niñeras.
Incluso se puede decir que los padres a duras penas comparten con sus hijos un rato durante las noches. Algunos ni siquiera pueden verlos despiertos, pues llegan demasiado tarde a casa.
Los papás y las mamás de antes, por citar otro ejemplo, en la mayoría de los casos seguían tratándose como ‘novios’ más allá del tiempo que llevaran de casados. Hoy escasamente se dedican un “te amo”. Lo propio pasa con las expresiones de los hijos hacia sus padres: Muchos ni siquiera les piden la bendición.
Quiero reiterar que no todo en los hogares de hoy es malo. Una familia moderna puede estar formada por una pareja y sus hijos, tal y como pasaba con el concepto tradicional. Pero tampoco es un ‘pecado’ que ella esté conformada por padres solteros, aclarando que en ese sentido respeto lo que dicen las religiones.
De los hogares de hoy tengo que admitir que los padres también tienen el derecho a sentir la necesidad de volver a encontrar el amor. Y es justo que luchen por sus nuevas parejas, siempre y cuando se tengan en cuenta los valores.
Es evidente que si no se hace un esfuerzo de conjugación entre lo bueno de antaño y lo actual, nuestros hijos estarán perdidos. Y sea como sea, nos corresponde amar a nuestros hogares.
Todos estamos llenos de las cualidades que Dios nos brindó; lo importante es saber aprovechar esas virtudes para el bienestar de quienes nos rodean.
Todos podemos ser marineros o capitanes; la diferencia está en la barca en la que viajemos y en cómo la timoneamos. Si usted se quiere hundir en el mar y con ello llevarse a su familia, es solo responsabilidad suya.
Bonita herencia
Uno de los aspectos más positivos que aprendimos de nuestros abuelos y de los hogares que ellos conformaron fue la importancia que tenían los valores. Ser honestos, tener palabra, asumir nuestras responsabilidades, respetar a los mayores y el simple hecho de obedecer no eran asuntos negociables. Y más allá de que fueran caprichos de los viejos, ser gente de bien hacía parte del manual de las buenas personas.
Nuestros papás nos mostraron la diferencia entre lo bueno y lo malo, nos reprendieron cuando ellos lo consideraron pertinente, usaron su intuición para guiarnos y, aunque no todos lo lograban,
jamás hicieron algo que nos causara daño.