¡Conectémonos con la vida!
A veces hay situaciones que somos incapaces de soportar, tales como: la muerte de un ser querido, el diagnóstico de una terrible enfermedad, una sorpresiva quiebra económica, la infidelidad de nuestra pareja, un despido laboral, un inesperado divorcio, en fin...
Aunque cada ser humano reacciona de forma diferente ante las adversidades, es evidente que los episodios que son más difíciles de sobrellevar nos golpean al punto de hacernos trastabillar.
Con pena hay que registrar que muchos ‘tocan fondo’ y hasta piensan en quitarse la vida.
La verdad es que no podemos asumir qué es lo que pasa por la mente de una persona que está considerando el suicidio como una opción. Lo cierto del caso es que alguien así debe estar sumergido en un dolor del alma tan profundo, que prefiere desconectarse definitivamente de su realidad.
Además de ser una tragedia, es lamentable conocer casos dramáticos de personas que toman tal decisión.
Diría que esos seres humanos no quieren morir; solo están confundidos, pues no encuentran motivos para vivir.
Y como no saben afrontar los problemas a sus alrededores, se desesperan de manera extrema.
En general las situaciones que se nos salen de las manos provocan una crisis de ansiedad aguda que, en más de una ocasión, puede desencadenar en una depresión profunda.
Siempre he creído que lo que hace distinta la situación de un individuo a otro que afronte problemas, o lo que hace más fuertes a unos que a otros, radica en entender que todo se transforma.
Lo que hoy es verdad mañana puede ser mentira y el mundo no se acaba por eso. Dicho de una manera más clara: hay que prepararse para los cambios, sobre todo para los que nos toca asumir casi que a juro.
¡Claro, también hay que ver lo que llevamos por dentro! Lo digo porque mientras hay quienes tienen predisposiciones a sufrir del sistema nervioso o dificultades para adaptarse a los infortunios, hay otros seres que han afrontado tantas frustraciones que se vuelven de hierro y no se dejan deprimir.
Muchos tienen combustible suficiente para asumir las dificultades en la vida: en algunos sus motores son los hijos; y en otros es la fe en Dios la que les permite actuar de una manera esperanzadora.
¿A qué quiero llegar con esta reflexión?
A que es probable que algunos estén perdiendo el sentido de sus vidas.
Cuando no se tiene una razón para vivir, no se encuentra el camino para enfrentarla.
Por eso, debemos estar preparados para lo que se nos pueda ir de un momento a otro.
Por ejemplo: el proceso de duelo es algo que muchos tardan en superar, siendo la primera reacción negar que el otro ya no está.
El padecimiento de una enfermedad terminal así como la pérdida acelerada de la salud por el paso de los años, que casi siempre se traduce en ver la vida corto plazo, también contribuyen a acrecentar nuestros miedos personales.
Debemos tener un mayor grado de conciencia y asumir los problemas con serenidad, valentía y dignidad.
No podemos seguir huyendo de la vida negando nuestras limitantes y lamentándonos por lo ‘malo’ que nos ocurre.
Evitemos esa especie de estrés traumático que padecemos y que con el tiempo desencadena reacciones como la ansiedad, la desconfianza y la pérdida de la fe.
No pareciera que estuviéramos preparados para soportar los altos voltajes de ciertos hechos.
La crisis de los últimos años, la constante ausencia de valores y el distanciamiento con Dios, entre otras razones, han hecho que ya no nos sintamos seguros. Eso, por obvias razones, nos multiplica las angustias.
Puede ser que les estemos colocando mil cerrojos a nuestras horas. No amamos de verdad, dependemos más de la cuenta de lo material y no somos capaces de arriesgar.
No agotemos nuestras razones para vivir. Nos urge conectarnos con la vida y entender que ella es demasiado valiosa como para desperdiciarla.