En las Sagradas Escrituras el verbo perdonar tiene una traducción singular, la cual reza así: “dejar pasar”.
Eso implica disculpar a alguien que nos ha ofendido o, al menos, no darle tanta importancia a su falta como para maldecirlo.
Aunque la expresión “dejar pasar” podría significar que nos tocaría “aguantarnos la ofensa”, prefiero entender tal concepto como la cuota de indiferencia que se le debe dar a quien nos quiere perjudicar.
Mejor dicho: me agrada la idea de no dejarse afectar, ya que perdonar va de la mano con la paz interior.
Nadie que pretenda tener una tranquilidad emocional puede vivir con los venenos de la rabia, del resentimiento o del odio; tampoco puede intentar buscar venganza por sus propias manos.
Lo digo porque muchos de los que se sienten traicionados o burlados, al ver que no se hace justicia, optan por hacerla por sus propios medios.
Es evidente que perdonar y pedir perdón no implican tolerar abusos ni ser cómplices de la maldad. O sea que no podemos ver el perdón con la ingenuidad o con la permisividad que lo hacen ciertas personas.
Perdonar no necesariamente nos obliga a olvidar al agresor; la clave es poder recordar el daño que nos hizo sin que nos duela.
Es decir, no es permitir que nos sigan maltratando o que abusen de nosotros a toda hora, sino exigir respeto sin que por ello debamos ser agresivos.
Lo que trae el perdón es una actitud de apertura, de comprensión y de flexibilidad, que son ingredientes fundamentales para que lo malo que nos hicieron no nos estropee el alma.
Siempre he creído que hay que darle la oportunidad de redimirse al que nos hace daño, sin olvidar su rostro. Es decir, no podemos verlo como un perverso, sino como un ser humano que se equivocó y por el que se puede orar para que Dios le dé la oportunidad de recomponer su camino.
En esto de perdonar es preciso tener una lente distinta a la del rencor; hay que dialogar, compartir y ceder en algunos casos, sin que por ello estemos conminados a poner la otra mejilla.
En esto es preciso tener formación y cultivo espiritual. Cuando logramos grabar en nuestras almas que nadie es ‘completamente malo’ y que se puede equivocar, estaremos preparados para entender cualquier situación.
Lo que más me gusta del perdón es que cambia vidas para bien y desaparece el dolor en la persona ofendida; y en más de una ocasión, toca el alma del agresor.
Es cierto que sufrimos los estragos de una infidelidad, de un abuso de confianza o de un acto de deslealtad y que, por supuesto, también tenemos derecho a vivir esos duelos. Sin embargo, no debemos enterrarnos con esos enojos, ni mucho menos podemos imponernos los barrotes emocionales de la rabia.
Recordemos que perdonar es acción, no es retórica. Porque si no perdonamos, estamos condenados a estar muertos en vida.