El cañón del Chicamocha
Durante muchos años el cañón del Chicamocha fue simplemente un accidente geográfico en las tierras de Santander, que se erigía desafiante ante propios y extraños como una barrera natural para detener el progreso. Los cronistas de Indias como don Joan de Castellanos y don Basilio Vicente de Oviedo dejaron testimonio de la existencia de un río caudaloso que se deslizaba por una cadena de montañas que los indios llamaban Chicamocha, mientras los primeros viajeros europeos como Joseph Brown en 1834 que venía de San Gil hasta Piedecuesta, lo llamaron por primera vez cariñosamente como “Monte Grande”, al anotar en sus notas de viaje, que el paisaje de este lugar es salvaje y gigante hasta el extremo, y que un aterrador abismo de 3 o 4.000 pies de profundidad se halla encerrado por un anfiteatro de montañas que despliegan sus estratos rocosos cayendo perpendicularmente hasta el fondo del río.
Con estos antecedentes crecieron muchas generaciones de santandereanos hasta que el ingenio y la tenacidad de nuestros primeros ingenieros y trabajadores de obra en número cercano a los 800 lograran diseñar y construir por allá en los años 30 la primera carretera bordeando la montaña, con la cual se hizo más expedita la comunicación del oriente colombiano con la capital del país. Pasaron otros 50 años sin que esta belleza natural experimentara mayores comentarios y referencias hasta la construcción del Parque Natural del Chicamocha, que definitivamente focalizó todas las miradas alrededor de sus encantos turísticos y naturales. Como suele suceder cuando alguien se encuentra un tesoro, no es exagerado decir que actualmente Santander vive pegado al Chicamocha. Su inclusión como una de las maravillas naturales del mundo y la campaña que una prestigiosa universidad local viene adelantando para que sea declarado su paisaje como Patrimonio de la Humanidad, nos permiten apuntar como viajeros anónimos del siglo XXI, que sus abismos dejaron de ser aterradores para convertirse en un espectácude admirar. Las bellezas naturales del mundo y en particular de Colombia en su mayoría son hijas de la espera y la paciencia de su gente que las cuidan con esmero hasta que llegue una generación que las valore y le cuente al transeúnte que no pase de largo por los caminos sin detenerse a contemplar el sol.