Bucaramanga, ¿ciudad?
Mi generación creció en una Bucaramanga probablemente de menos de 300 mil habitantes. Los bogotanos, con esa mirada mediterránea suya que le ha hecho tanto daño al país, se mofaban de nuestra pequeña y grata ciudad diciendo que era un pueblo grande. ¿Por qué? Porque no tenía altos edificios, ni congestiones. ¡Ah!, pero nuestros barrios tenían carácter, había casas espaciosas, amables con el paisaje, buen sistema de transporte público urbano, de ‘carros de plaza’, buena calidad de vida.
La economía neoliberal trajo consigo el “desarrollo”, ese que en la campaña electoral de 1974 Alfonso López Michelsen llamó desarrollismo, se liberó el límite de altura para los edificios, los constructores dijeron “hay que reconstruir la ciudad” y derruyeron todos los testimonios de la arquitectura del siglo XX que había, volviéndola un adefesio denso, con mala calidad de vida.
El objetivo de una ciudad no es ser densa, es brindar buena calidad de vida a sus habitantes y para eso deben tener aquello que “la modernidad” nos rapó, espacios públicos peatonales de calidad, aceras amplias que no sean trampas mortales, parques, campos deportivos... ¡Y en Bucaramanga obtusamente creyeron que la renovación urbana era densificar y construir altos edificios con pésimo concepto de urbanismo!
Hoy las ciudades tienen restricciones a la altura de las edificaciones y exigen que cómo máximo los edificios sean de 8 pisos. ¿Ejemplos? Paris, Berlín, Londres, Madrid, Washington, Boston y el Greenwich Village de Manhattan.
Pero aquí no, la moda son edificios de más de 20 pisos que bloquean la luz del sol, que se levantan en calles angostas que no tienen infraestructura para tales esperpentos que parecen cajas de bocadillo veleño paradas.
En Bucaramanga se hacen edificios altos pero no se hace ciudad; ella no está concebida para peatones, no es amable, su calidad de vida es mala. Por eso añoramos aquella sosegada ciudad provinciana en que nos criamos.