Muerte en el océano Pacífico
En marzo del 2011 ocurrió en Japón un desastre nuclear causado por un terremoto de 9 grados Richter, seguido por un Tsunami. Como resultado “los núcleos de tres de los seis reactores nucleares de Fukushima Dai-ichi se derritieron al 100%”, declaró Mishio Ishikawa, fundador del “Instituto de Tecnología nuclear. El comunicado oficial fue bien distinto: “Se registró un pequeño aumento en la radioactividad que no representa ningún peligro para la vida humana”. Las autoridades japonesas ocultaron la verdad, tal vez para evitar que su poderosa industria nuclear fuera cuestionada.
La explosión inicial había puesto en contacto los núcleos derretidos con el agua subterránea que fluía desde la montaña hacia el mar. Desde entonces, de 300 a 400 toneladas de agua, intensamente radioactiva, se vierten diariamente al océano Pacífico. En febrero de este año la prensa internacional informó que el soporte de la planta nuclear #2 había colapsado y que el núcleo derretido del reactor se había hundido en un hoyo profundo.
Según la medición hecha por un robot (que pudo funcionar solo por dos horas antes de derretirse), el grado de radiación en los reactores es ahora de 650 Sieverts por hora. “La exposición a 1 Sievert produce: infertilidad, pérdida del cabello, náuseas y cataratas. 5 Sieverts son suficientes para causar la muerte en el plazo de un mes. Y una sola exposición a 10 Sieverts probará ser fatal en semanas”, enseña el instituto Kyodo.
El pueblo japonés es la primera víctima, pero el viento, la lluvia y las corrientes marinas han contaminado ya las costas pacíficas de Alaska, Canadá, Hawaii y Estados Unidos. La vida marina está muriendo, no hay duda de que la muerte reciente de 300 ballenas piloto en Nueva Zelanda y de otras tantas en las costas de Chile se debe al consumo de fitoplancton radioactivo. Igual ocurrió con millones de sardinas, que han convertido las playas de Costa Rica en un cementerio.