El Procurador
Se volvió lugar común el tema del gran poder del Procurador, sobre todo por su competencia de investigación, juzgamiento y sanción –incluidas destitución e inhabilidad– a funcionarios elegidos en las urnas, esta última recién ratificada por la Corte Constitucional, muy a pesar de quienes abanderan la campaña por la disminución de tal poder. Son centenares de funcionarios, sancionados o en investigación, que estarían felices con una Procuraduría gris, comenzando por el alcalde Petro, cuyo caso llevó el tema al debate público.
Uno puede no estar de acuerdo con algunos veredictos de la Procuraduría, pero despajando los casos susceptibles de controversia, lo que hay detrás de semejantes resultados en la vigilancia de la conducta de los servidores públicos no es una cacería de brujas, sino un fenómeno de corrupción y abuso de poder, que conocemos de sobra, que es pan de cada día, comidilla de coctel y tertulia de taxista, y sobre el que el país pide acción decidida de las autoridades.
No puede ser que cuando alguien ejerce con decisión esa acción de vigilancia y sanción, entonces ese mismo país se levanta contra el presunto poder excesivo del Procurador. Tenemos que ser serios. En realidad, su gran poder no radica en que tenga demasiadas competencias sobre demasiadas personas, sino en el ambiente de descomposición social en que le corresponde ejercerlas.
En otras palabras, si los funcionarios fueran realmente servidores de la sociedad, si la pulcritud en el manejo de la cosa pública fuera la norma y no la excepción, si el robo de los recursos que aportamos con esfuerzo no estuviera a la orden del día, si reapareciera una refundida ética pública de servicio desinteresado, si el ejercicio de la política volviera a ser dignificado y dignificante, entonces el Procurador, por sustracción de materia, no tendría ese poder inmenso y, además, muy poco oficio. Su poder se deriva de que mucha gente le tiene miedo, y le tiene miedo, sencillamente, porque “el pecado acobarda”. Su poder se deriva de que, en medio de la corrupción reinante, tiene mucho oficio.
Pero como estamos acostumbrados a vender el sofá, a buscar el muerto rio arriba y a meter la cabeza en un hueco para no ver el desastre que nos rodea, pues la solución es fácil: para evitar tan molesta vigilancia y tan peligrosas sanciones, para seguir pelechando de la corrupción y el desorden, hagamos a un lado al juez y pongamos uno que no pueda juzgarnos ni castigarnos. Entonces perderá poder, mas no porque tenga menos funciones, sino porque nadie le temerá.