Una sencilla vida extraordinaria
Nacido en 1946 en Palmira, Valle, el maestro Martínez llegó a Bucaramanga el 10 de enero de 1995 por invitación expresa de Sergio Acevedo, y en esta ciudad ha desarrollado ampliamente su importante labor pedagógica, al punto de ser una referencia obligada tanto para los estudiantes de música de la Unab como de la UIS. Muestra de este reconocimiento singular y honesto es el cuarteto de guitarras que lleva su nombre, creado en 2008.
Hijo de José Horacio Martínez y María Jova Renjifo, Silvio es el mayor de ocho hermanos, tres mujeres y cinco hombres, llamados todos, a excepción de él mismo, José. Criado en el campo hasta los nueve años, cuando él y su familia salieron ‘derrotados’ por la violencia, se radicó en Palmira y estudió guitarra en el Conservatorio Superior de Música de Cali José María Valencia. Al concluir sus estudios viajó a España, con la idea de ingresar en el Conservatorio de Madrid y “llegar a ser famoso, y más que ello, el mejor guitarrista del mundo”.
Su periplo no ha sido nada fácil, aunque, como él reitera, ha tenido mucha suerte, si bien estoy tentada a creer que esta suerte se la ha forjado él mismo, a punta de amor por su oficio, de tesón y de grandes cuotas de sacrificio. No obstante, a juzgar por su relato, salpicado de risas, ha disfrutado cada circunstancia.
Sobre su paso por el conservatorio en Cali hay que decir, primero, que llegó a estudiar guitarra, ¡en buena hora!, engañado por su amigo Marco Polo Valencia, quien lo inscribió haciéndole creer que iba a estudiar canto, que era lo que en ese momento le interesaba realmente al maestro Silvio. Segundo, que cursó su carrera, que duraba seis años, en dos y medio. Y, cosa aún más extraordinaria, ¡durante sus años de estudiante nunca tuvo guitarra!, siempre estudió con instrumentos prestados. Para ello se valía, sobre todo, de la generosidad de los serenateros de Palmira, entre quienes ya gozaba de un amplio y merecido reconocimiento como intérprete de música popular. Así, cada noche, después de su jornada laboral –es ebanista– y académica, se dedicaba a practicar hasta pasada la media noche, en algún rincón de Llano Grande, un centro artístico muy afamado en su ciudad. Los sábados, por su parte, y gracias a un permiso especial que había obtenido, se encerraba desde las seis de la mañana hasta las nueve de la noche en el conservatorio, sin desayuno, ni almuerzo, ni cena. El celador llegaba expresamente a abrirle para que entrara y saliera.
Su obsesión siempre fue la técnica, cuyo aprendizaje consolidó con los maestros Jorge Cardozo y Gerardo Arriaga. Al tiempo, inició un sesudo estudio sobre técnica enfocada a la pedagogía, que lo llevó a abandonar el escenario para dedicarse a ella, sobre todo, pensando en los niños. Sobre su estadía en España, afirma: “Yo realmente tuve mucha suerte. Si pasé malos momentos fue por culpa mía, no de los españoles ni de España, porque después de trabajar en ebanistería para pagar el pasaje de ida, me dediqué a lo mío y logré entrar al Conservatorio, donde, tras presentar un examen de suficiencia, me ubicaron en cuarto año. Entonces yo decía, ¡no, pues soy un verraco, porque mi maestro cuando estuvo aquí lo pusieron a empezar desde primero, entonces yo tengo que estar muy por encima!”, recuerda entre risas. Al final, y después de tocar un amplio repertorio ante su maestro, José Luis Rodrigo, realmente partió de séptimo nivel.
Y continúa: “Durante la primera clase conocí a otro estudiante que me propuso dar unos conciertos por Cataluña, así, en cosa de una semana, me vi en una gira por todo Cataluña, que empezaba en Barcelona dando tres conciertos en un día”. El maestro Rodrigo fue una pieza clave en este proceso, pues lo apoyó plenamente. “Así pagué el conservatorio, con clases y conciertos”, dice con suavidad Silvio Martínez. Todos esos años su vida fue “estudiar como loco”. Y finalmente compró una guitarra, ¡de mil pesetas! Años después, cuando adquirió su guitarra de concierto, pagó por ella ciento cincuenta mil pesetas.
A Colombia volvió doce años después; estuvo brevemente vinculado con la UN sede Bogotá, pero circunstancias familiares lo llevaron de regreso a Cali, al Instituto Superior de Bellas Artes, en donde fue jefe del Departamento de Cuerdas. Allí, gracias al apoyo del maestro Jorge Zorro, pudo hacer un buen trabajo pedagógico que sirvió de modelo para los otros departamentos. Cinco años después renunció y se radicó en Venezuela, donde las circunstancias políticas no le fueron muy favorables. Al volver a Colombia fue llamado por Sergio Acevedo para trabajar en la Unab. Y aquí empieza de nuevo la historia.