de libertad de William
Pensó que su vida se detendría para siempre aquel día. Era una mañana gris de 2002 y William Figueroa recibía en su casa las sorpresivas visitas de un fiscal, de un juez y de policías que tocaron a su puerta para efectuar la audiencia de legalización de su captura.
La escena fue impactante para él, para sus seres queridos e incluso para los vecinos que fisgoneaban desde las ventanas de sus casas o detrás de la patrulla.
Salir esposado de su hogar era solo la primera estación de un calvario que llevaría a William a padecer, a flor de piel, la horrible realidad que se encuentra tras los barrotes de las cárceles de Colombia.
Su abogado de confianza le aconsejó en ese entonces que se declarara culpable de los constantes robos que hizo con sus ‘compinches’. También le sugirió que se acogiera a una sentencia anticipada. ¡Él no lo escuchó! Estaba confundido y no lograba entender por qué le estaban poniendo el rótulo de ‘presidiario’.
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Había ingresado a las Fuerzas Militares con solo 16 años de edad y escasamente había cursado la primaria. Llegó a ser soldado profesional, pero tropezó por la falsa ilusión de conseguir dinero por la vía más rápida, pero incorrecta: la del delito.
Se unió a una banda de asaltantes de carreteras. El líder de esa nefasta organización lo engatusó y le dijo que “robarles a los ricos para darles a los pobres no era una mala acción, ya que las mercancías que hurtaban de algunos camiones venían aseguradas por empresas internacionales”.
Ahí comenzó todo el desplome de su vida: “¡Qué tonto fui! Caí en la avaricia, en la desesperación por conseguir más y más, sin importar los medios que utilizara. Descubrí que la supuesta felicidad que me daba el dinero fácil era efímera y que ahora mi casa sería una prisión”.
Acabó recibiendo una pena de 16 años por la acumulación de sus delitos, los cuales aceptó finalmente, tal y como su abogado se lo había sugerido, no sin antes haber reparado a algunas de sus víctimas.
No olvida el impacto al ver la fotografía de color sepia que lo identificaría como un recluso más de la cárcel del Distrito Judicial.
Cuando atravesó la puerta de la Modelo pensó que no resistiría tal pesadilla. El encierro y el dolor que experimentó aquel día lo hicieron pensar hasta en suicidarse.
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La primera noche no pegó el ojo, pues quedó arrinconado en un pasillo sucio y oscuro y al lado de un montón de personas peligrosas, de esas que no se pueden ni mirar de reojo so pena de firmar la sentencia de muerte.
Más tarde aprendería a observar con atención a su alrededor, pero al mismo tiempo con disimulo. Sí, atisbar lo que ocurría en los patios de la Modelo se convertiría en un asunto de sobrevivencia.
El calor siempre fue infernal, entre otras cosas, porque el desvencijado ventilador de su calabozo no lograba disipar el hacinamiento en el que estaba atrapado.
William recuerda que lo que más le afectaba era percibir que las manecillas del reloj casi no se movían en su prisión: “Era como si la vida se detuviera y como si la cámara lenta hubiese sido escriturada para mí”, dice.
Los sonidos del exterior desaparecieron e irónicamente empezó a extrañar los ruidos que antes tanto odiaba: los de los trancones y los del bullicio de Bucaramanga.
Después le tocó acostumbrarse a los estridentes sonido de los candados que se cerraban, a los de las puertas metálicas estrellándose, a los de las alarmas, a los de los silbatos, a los de los barrotes y en general a los gritos de los custodios del Inpec.
Todo se volvió opaco, casi que vivía en medio del gris del ambiente. Las paredes, el piso, el techo, las rejas y hasta la ropa eran del mismo color pálido.
Ni hablar de los olores: olía a pecueca, a caño, a dentaduras que no se lavan con pasta, a golpes de ala, en fin...
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Se entregó a Dios y también a la lectura, tal vez como un modo de escape a esa cruda realidad. Un día, justo al leer un escrito cualquiera, se encontró con esta terrible frase: “Preso es preso y el apellido es candado. Estás donde nadie quiere a nadie”.
Un frío corrió por todo su cuerpo pero, al mismo tiempo, se negó a vivir en carne propia esa sentencia.
A pesar de que para muchos la estancia en prisión no ayuda a lograr el objetivo de regenerarse, él se juró a sí mismo ser libre, pero por la vía legal.
Abrió su mente, no quiso volver a mirar al techo de su celda y descartó la idea de perder el lento tiempo de la cárcel en ese voraz ocio que atrapa a muchos reclusos.
Se volvió autodidacta, comenzó a aprender de leyes, consiguió el Código de Procedimiento Penal y la misma Constitución. Esos textos fueron sus ‘biblias’.
Realizó talleres dentro de la prisión, los cuales le ayudaron a obtener una formación básica y a adquirir sanos hábitos. Logró lo que no hizo cuando era joven: graduarse de bachiller.
Se interesó por la defensa de los Derechos Humanos, estaba atento a las charlas de organismos como la Personería y la Defensoría del Pueblo y jamás desaprovechó los diplomados ni las capacitaciones que dictaban estos organismos, auspiciados todos por el Inpec.
Empezó a liderar desde la prisión asesorías legales para sus propios compañeros y, de manera literal, se convirtió en un ‘abogado’ dentro de la Modelo.
En la cárcel fue el responsable durante casi una década de los programas de defensa de promoción de los derechos humanos. Logró frenar muchos de los abusos que se cometen contra personas inocentes que están tras las rejas sin ser delincuentes.
También luchó para conseguirles garantías a quienes obtienen la libertad, entre otras cosas, para que pudieran recomponer sus vidas.
Se convirtió en el ‘hombre de las Leyes’ en la cárcel. Allí también conoció el amor de Dios y a su compañera, quien hoy es su esposa.
¡Llegó su anhelada libertad! Y si bien había luchado por la reinserción de quienes logran pagar sus condenas, cuando fue su turno de libertad y puso un pie fuera de la Modelo, se embadurnó de un miedo pavoroso.
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El 31 de octubre de 2012, justo cuando obtuvo su boleta de libertad, vivió su propia noche de brujas, pues se enfrentó a su nueva realidad y al terror de no saber qué hacer.
A los problemas que le conllevaba el estar sin trabajo, se les sumaron otros como el aislamiento que llevó tatuado en su alma, el estigma del paso por la cárcel e incluso el volver a habituarse a cosas tan elementales como el trancón de una ciudad.
“De manera irónica debo confesar que no estaba preparado para ser libre”, recuerda.
“Comencé un complejo camino cuya meta era que yo, como ese hombre que había delinquido y que había sido castigado por ello, obtuviera las herramientas necesarias para reintegrarme en la comunidad. No fue nada fácil, pues aquí afuera nadie da un peso por los presos que se resocializan”.
“Estuve deprimido hasta que el Personero de ese entonces, Augusto Rueda, escuchó mi caso y me dio la oportunidad de cumplir una misión social”, recuerda.
“¡Y pude lograrlo! Entendí que sí hay vida después de la adversidad y más allá de las estigmatizaciones y de la mirada escrutadora de alguna gente. Me dediqué a ir a los colegios a alertar a los jóvenes sobre la importancia de la familia, a promover los valores y los principios y a enseñarles el diamante que hay en cada uno de ellos”, señala.
Hoy puede acreditar una docena de reconocimientos laborales e institucionales. En la Personería se volvió conferencista y hoy no se cansa de contarles a muchos la dura experiencia de estar privado de la libertad.
Ahora, en los estrados judiciales, ayuda a los internos de la Cárcel Modelo para que sus defensas se hagan conforme a la ley y sin que se les violen los debidos procesos. Hoy él es la voz experta de muchos casos jurídicos que son registrados en diferentes medios de comunicación.
Reconoce que la presión fue brava. Ante la falta de oportunidades, alguien que logra su libertad puede reincidir.
Por fortuna, él no sucumbió. Sabía que los ojos de muchos estaban puestos en sus acciones y jamás volvió a defraudar a su familia ni a nadie. Ingresó a la universidad, gracias al apoyo de personas valiosas como el exjefe del Ministerio Público y a otras a las que le agradece por tanto aprecio.
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El apoyo de la familia de su esposa fue vital para no venirse abajo: “La que hoy es mi mujer fue la gran conexión con el exterior y a la vez la que me mantuvo cuerdo en medio de la angustia de vivir en una celda”, afirma.
“Uno de mis grandes miedos era que mi familia se olvidara de mí. Me daba pavor marcarles por teléfono y que no me contestaran. Gracias a Dios, mi esposa siempre estuvo ahí. Hoy quiero decirle gracias por su apoyo incondicional”, replica.
“Ella me enseñó a ser independiente y hoy puedo decir que he vuelto a casa. Soy padre de una hermosa niña y hago parte de un gran hogar. Soy uno de los pocos afortunados que ha podido tener esa segunda oportunidad, tengo un buen trabajo y no paro de estudiar”, relata.
Contrario al axioma que sentencia que ‘el árbol que nace torcido nunca sus ramas endereza’, hoy William se enorgullece de decir que lleva una vida digna y recta.
Y hay algo más: Dentro de dos semanas recibirá su título universitario y, según nos prometió, adelantará una maestría en derecho penal.
William puede decir que gracias a su fuerza de voluntad se salvó y ahora solo piensa en salvar a otras vidas de la prisión, considerando que sí existen oportunidades siempre y cuando se sepan aprovechar.
Se podría decir que quedó libre de pecado y, de manera irónica, hay que señalar que a él la cárcel lo hizo libre.
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Periodista de Vanguardia desde 1989. Egresado de la Universidad Autónoma de Bucaramanga y especialista en Gerencia de La Comunicación Organizacional de la Universidad Pontificia Bolivariana. Miembro del equipo de Área Metropolitana y encargado de la página Espiritualidad. Ganador del Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar.
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