Según una de las leyes de Morphy, toda mala situación es susceptible de empeorar y esta frase aplica para el ataque terrorista que vivió Brasilia el pasado 8 de enero. Lo sucedido en la capital brasileña que tuvo por protagonistas a miles de bolsonaristas, fue peor que el repudiable ataque al Capitolio en Estados Unidos; hecho con el que, sin embargo, tiene notables similitudes.
Primero, su carácter violento, pues según las investigaciones, la invasión a las instalaciones de la Presidencia de la República, el Tribunal Supremo de Justica y el Supremo Tribunal Electoral, contó con el apoyo de expertos en tácticas de combate y conocimiento del terreno. De otro lado, tanto los seguidores de Bolsonaro como los Trump estaban convencidos, sin prueba alguna, que hubo fraude en las elecciones presidenciales. Y finalmente, las dos invasiones ocurrieron 2 meses después de la derrota de los Presidentes candidatos.
Y aunque por su gravedad, este golpe a la joven democracia de Brasil, buscó enviar un mensaje de debilidad del gobierno Lula, quien había asumido el poder una semana atrás, todo indica que el efecto ha sido contrario pues desde Moscú, Pekín, Washington, Bruselas y los gobiernos latinoamericanos el apoyo a Lula fue unánime. Esto mientras a nivel interno, la clase política, empresarial, y la población en general, han salido a respaldar la democracia.
Con una postura ponderada pero eficaz el gobierno Lula parece ir restaurando la normalidad mientras las investigaciones sobre quienes, idearon, financiaron y organizaron el ataque por el que ya ha sido capturado Anderson Torres exministro de Justicia de Bolsonaro, conducen al propio expresidente quien está en Florida Estados Unidos, desde finales de diciembre y aún hoy sigue presentándose en Twitter como Presidente de Brasil.
El ataque a los poderes públicos en Brasil es aún más grave que el ocurrido en Estados Unidos, país que no ha vivido las dictaduras que han castigado a Latinoamérica y una señal más que la democracia en la región está en peligro.
