El entusiasmo y las pasiones son consideradas inherentes al ejercicio político. El impulso que mueve al elector obedece en un 95% al componente emocional que despierta el carisma de un líder o la esperanza que suscitan sus propuestas.
El conocimiento de esta realidad por parte de los estrategas políticos ha llevado a que cada vez con más énfasis, los procesos comiciales se concentren en poner en práctica todo tipo de artimañas para propiciar y acrecentar esos sentimientos, sin importar la validez de afirmaciones, la coherencia de la argumentación o los métodos a que se tenga que apelar. Siempre han existido mentiras, en mayor o menor grado, en las campañas políticas y es apreciada la eficiente persuasión de los discursos, pero cada día es más evidente el abuso y la falta de ética que se impone en estos certámenes democráticos.
La difamación, la calumnia, la tergiversación se han convertido en apabullante costumbre. Al que tiene rabo de paja, como reza el adagio popular, muy pronto lo alcanza la candela de los debates y al que no lo tiene se le fabrica a la medida de los propósitos que se quieran alcanzar. Por ello, ser candidato es un acto de intrepidez que no es fácilmente explicable. Decía Vladdo, con caricaturesca apreciación en reciente columna, que quien aspira a ser alcalde o gobernador ha de sufrir delirios de grandeza o busca enriquecerse por cuenta del erario, y que en uno y otro caso debe padecer un avanzado grado de narcisismo.
Cuando el contacto real del ciudadano con la democracia se limita al momento de su participación electoral y este es desfigurado por la estrategia de la falsedad y del engaño, es preciso fortalecer la cultura política para que se actúe con una mejor conciencia del valor del voto. La sana discusión de programas, de ideas de ciudad y de apuestas de desarrollo no pueden ceder su espacio, como factor motivante, ante la perversa tendencia de agitar bajas pasiones, y crear odios que solo contribuyen a sembrar conflictos y a escindir una comunidad en antagonismos perniciosos.
