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Anastasia Espinel
Jueves 29 de marzo de 2018 - 12:00 PM

La culpa es de los gatos

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En el Antiguo Egipto los gatos eran mucho más que mascotas o animales de compañía. En un país cuyo bienestar económico dependía por completo de la agricultura, el gato era indispensable para controlar plagas tan perniciosas para los cultivos como las ratas y ratones. Eran tan importantes y tan queridos que, cuando se enfermaban, se les daba el mismo cuidado que a cualquiera de los otros niños y, en el caso de que muriera, el resto se les momificaba con el mismo método usado en los humanos y se celebraba un funeral con sarcófago incluido.

Por lo tanto, no es de extrañar que Bastet, la diosa gata, se convirtió en una de las divinidades más veneradas de Egipto, y a todos los gatos que residían en sus santuarios se les otorgaba un trato digno de reyes. Sin embargo, fue el gato, el animal venerado en Egipto como ningún otro, que se convirtió en la causa principal de la caída de aquella milenaria civilización.

En el año 526 a.C. en las puertas de la ciudad fronteriza de Pelusium, se libró una batalla entre las tropas del faraón Psametico III y el rey persa Cambises II que desde hace tiempo deseaba anexar el floreciente país del Nilo a su creciente imperio. Siendo Pelusium una ciudad muy bien fortificada, no bastaban sólo fuerza y valor para apoderarse de ella; se debía idear una estrategia infalible que quebrantara la moral del enemigo.

Tras haber estudiado minuciosamente las costumbres de sus adversarios, Cambises quedó impresionado ante aquella veneración que sentían los egipcios por los gatos y decidió aprovecharla en sus intereses. Ordenó a sus guerreros que atraparan a todos los gatos en los alrededores de Pelusium. Luego, en el momento decisivo de la batalla, cada soldado persa sacó de su alforja un gato vivo y lo sostuvo frente a su escudo. Los arqueros egipcios, famosos por su puntería proverbial, no se atrevieron a disparar contra las criaturas sagradas de Bastet y la batalla fue perdida.

La segunda parte del plan de Cambises consistía en evitar un asedio largo y penoso. Para esto, su ejército arrojó por encima de las murallas una oleada de gatos vivos. Los egipcios lo tomaron como un mal presagio; no podían entender por qué una divinidad tan poderosa como Bastet podía permitirlo y se rindieron, todo por culpa de los gatos.

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