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Armando Martínez
Miércoles 10 de mayo de 2023 - 12:00 PM

El enemigo oculto

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Dice el actual veedor del Partido Liberal que lo peor que le puede pasar a uno es graduar a alguien de enemigo. Tiene razón, pero acontece que a veces los enemigos son ocultos. Este es el caso del general José Padilla López, el riohachero que, con su acción naval en el lago de Maracaibo, nos regaló nuestro mar territorial. Todos sabíamos que el general venezolano Mariano Montilla había sido su rival y enemigo en Cartagena, dadas las diferencias estamentales, morales y honoríficas. Pero ahora sabemos que su principal enemigo estaba oculto en Bogotá: el secretario de Relaciones Exteriores, Estanislao Vergara, un cachaco de todo el ajiaco.

Sus cartas al Libertador presidente son el testimonio de su encono. A finales de 1828 escribió que había que felicitarse, porque Padilla al fin había dado papaya: su amotinamiento contra el general Montilla, al frente de una partida de anarquistas y chisperos, había permitido sacarlo de su empleo y hacerlo ir a Bogotá, donde podría ser juzgado con severidad y sin temor alguno, pues la acción del gobierno podría empezar cuando ya había cesado la acción de los agitadores. La ventaja del juicio en Bogotá era que daría la apariencia de ser “más imparcial”, y evitaría alteraciones del orden público por parte de sus amigos.

Preso en el cuartel de artillería de Bogotá, Padilla dio papaya de nuevo en la noche del 25 de septiembre de 1828, cuando unos jóvenes exaltados ingresaron a Palacio para asesinar al Libertador. En vez de quedarse en su habitación, salió a la calle. ¿Cómo no iban a involucrarlo en esa aventura sin orden alguno? La sentencia del juicio sumario estaba cantada: ahorcamiento. Como nadie sabía hacer esa operación, el 2 de octubre le hicieron dos descargas y después lo colgaron. Un mes después, Vergara pudo informar al Libertador: “¿No hemos dispuesto de Padilla y de Santander como hemos querido, y sin que se haya presentado la menor oposición de parte de nadie?”. El camino hacia la presidencia vitalicia estaba expedito. Menos mal que el Congreso de 1830 exterminó esa pretensión de los enemigos agazapados de la alternación.

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