En 1990, la ley de enmienda de enfermeras reintrodujo la práctica de la partería autónoma en Nueva Zelanda, haciendo así posible la “desmedicalización” del embarazo y parto para las mujeres que así lo desean. La entonces ministra de salud, Helen Clark, luego primera ministra del país, afirmaba así públicamente que nacer es un acto normal y natural; que el embarazo y el parto son procesos que, para la mayoría de la población, no son de competencia médica.
No fue fácil llegar a esta normativa, que no obliga a nadie ya que toda mujer puede escoger entre parir en el sistema médico hospitalario, proporcionado por el sistema de salud y seguridad social, o hacerlo en casas de nacimiento, también cubiertas por la seguridad social. Ahí son atendidas por parteras, mujeres con quienes se relacionan desde el tiempo de la gestación y se han preparado juntas –y con el futuro papá- para el trabajo de parto y nacimiento. Ambas modalidades incluyen cursos prenatales y el acompañamiento del compañero u otra persona cercana para la llegada del bebé. En las casas de nacimiento, madre y padre pueden quedarse tres días con su bebé, para reponerse y compartir el aprendizaje de los primeros cuidados del recién nacido y los inicios de la lactancia, si así lo desean. Es aconsejado que las casas de nacimiento estén cerca de un hospital, en caso de que sea necesaria una intervención médica o quirúrgica.
Sacar los partos del hospital no es fácil, no tanto por cuestiones de salud y seguridad para madres y bebés, sino porque desafía al poder médico al quitarle este dominio que se le otorgó sobre el cuerpo y las decisiones de las mujeres.
En Santander, la lucha por un parto natural y digno está liderada por la Fundación Camino Claro; en Nueva Zelanda se logró por voluntad política y compromiso desde altas esferas gubernamentales.
Aquí, la partería afro del Pacífico es patrimonio cultural inmaterial nacional, pero no es avalada como profesión.