Así son niños, niñas y jóvenes estudiando durante la pandemia. Se enfrentan a una situación nunca antes vivida, ni por ellos/as, ni por el personal docente, ni por los adultos acompañantes. Igual que el personal médico y el resto de la población.
Al personal de salud, se le aplaude, se le vacuna, y no se le paga. El personal docente es más criticado que admirado, no se le aplaude y de sueldo... depende. A los niños, niñas y jóvenes escolares y universitarios se les recarga de guías y tareas, y agotan ojos y neuronas con las pantallas. Unos pasan el año, otros desertan. Sus padres se desgastan en una vivienda transformada en oficina-taller-escuela y campo de batalla con trasfondo de frustración. Todos son héroes sacrificados.
Va un año de pandemia con medidas sanitarias exigentes y duras restricciones. Casi un año de estudio/enseñanza remota, y los establecimientos públicos de educación, desde el jardín infantil hasta la universidad, no están listos ni para las clases (semi)presenciales, ni para la enseñanza remota con pedagogía adaptada y conectividad asegurada. Situación que ahonda las brechas sociales entre “privados” y “oficiales”; el campo y la ciudad. Para este “futuro del país” es una situación incierta con consecuencias también inciertas.
Hay factores de deserción que dependen de medidas adoptadas o no, como: conexión a internet en todas las áreas urbanas; formas de hacer llegar las guías y establecer comunicación con los educandos del campo. ¡No lograrlo en un año!
¿De quién depende que ningún héroe pionero de seis años se despierte a medianoche llorando y suplicando “¡no más colegio! ¡no quiero más computador!”? Que ninguna mamá se angustie por no “tener para la recarga”; que tampoco diga con voz cansada “anoche terminamos las guías a las once: todo el día trabajando con el celular y después hicimos las tareas”.
Esta situación, en parte fruto de la desidia oficial, produce en “el futuro del país” inseguridad con sensación de fracaso, de “paraíso perdido”, de prolongada espera.