Hace medio siglo, o más, ese era el grito de los voceadores del periódico. Llegaban a la vieja casona del matutino para recoger la edición que comenzaba a circular a las cuatro de la mañana. El anuncio de la “víctima” era el gancho para la venta del periódico, o cualquier otro acontecimiento importante. En esa época los bares de mala muerte y los prostíbulos tenían demarcadas dos zonas; una en la calle 61 y la otra en la calle cuarta. Eran sitios tenebrosos en donde sucedían diariamente crímenes pavorosos, cometidos con armas blancas, especialmente en la 61. Vino el alcalde Jaime Trillos Novoa y acabó de un tajo con las zonas de tolerancia.
La lujuria humana es la profesión más antigua del mundo, en la época moderna de la televisión y los cosméticos crece como yerba de conjuros mágicos. Ya no existen sitios reservados, el amor se practica en cualquier lugar y sin horario. Desapareció el bombillo rojo que implantó el alcalde Alejandro Villalobos para determinar las casas de citas, como se les conocía...
Se ha cumplido un proceso en medio de la sobriedad de un pueblo inhibido, unas veces por preceptos religiosos y, desencadenando otras por el ímpetu de su propia lujuria. Cada pueblo y cada generación de mujeres hermosas por su rostro y su armonía exótica, mantiene su historia con proxenetas, músicas, alegrías, colores y dolores.
La prostitución no se ha sabido si es una enfermedad de los pueblos o una ruta escogida con afecto para evitar peores consecuencias sociales. Las sociedades equilibradas por la ley y por el peso de su propia moral la tratan de ignorar, la protegen, o simplemente evitan su comentario adolorido.
En nuestra visita a Pompeya vimos testimonios que lo dicen todo; homosexualismo y prostitución amparados por quienes gobernaban. Testimonios de la época, pintados en las paredes lo muestran todo, inclusive, las camas en “piedra”.
