Pocas cosas me deleitan tanto como leer una buena novela, de aquellas en que la imaginación del autor se desborda y hay una exquisita estructura literaria párrafo tras párrafo, situación tras situación. Nunca podré agradecer suficientemente a mi madre el haberme llevado de la mano para que me volviera lo que he sido a lo largo de la vida: lector.
La novela, tal vez el género literario de mayor aceptación entre el público de los últimos siglos, solo logró adquirir fuerza tardíamente. Mientras otros géneros, como la dramaturgia y la poesía, fueron de gran aceptación en el mundo antiguo, a la novela le costó mucho esfuerzo y siglos el ganar masivamente adeptos y lograr que los relatos y romances desembocaran en eso que hoy llamamos novela.
Para que la novela pudiera señorear, necesitó que previamente se inventara la imprenta, se modificaran la tinta y el papel y se multiplicara el número de personas alfabetizadas para que en 1605 se divulgara la que se considera tal vez la primera novela moderna del mundo: Don Quijote de la Mancha. De allá para acá, cada vez con más propiedad, la novela se zambulló en la descripción de sucesos, personajes, situaciones, costumbres, narrados ya como sátira, o como historia, o como romance, con realismo, o epistolarmente, o psicológicamente, o polifónicamente, con un fin: deleitar a los lectores.
La invertebrada España ha sido pródiga en novelistas. Desde Miguel de Cervantes Saavedra hasta los del siglo XXI, difícilmente se encuentra una nación que tenga tan destacada y abundante cantidad de hombres y mujeres dedicados a escribir novelas de alta calidad. Decenas y decenas de lúcidos novelistas de sexo masculino y de sexo femenino hay en la España de hoy. Hace pocos días terminé de leer una novela que me embrujó: “La sospecha de Sofía”, escrita por una fenomenal novelista española: Paloma Sánchez-Garnica, madrileña nacida en 1962, quien antes de dedicarse de lleno a escribir, ejercía la profesión que estudió, el Derecho...