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Eneas Navas
Jueves 02 de septiembre de 2021 - 12:00 PM

Antonio Frío

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En el mes de los vientos, una suave brisa aromatizada por los Lirios de los Valles entra por el balcón, intenta abrir las páginas de un libro sobre la mesa, enreda, desenreda y disipa el humo del cigarrillo y sacude los cuadros de Rosita, con los que Antonio se inspiró por primera vez, en un tiempo en el que nuestras historias coincidían e incidían en su estudio de aprendiz y maestro, donde muchos fuimos la figura detrás de su Bolívar o los merodeadores de sus modelos frutales para el bodegón.

Al contestar el celular me dicen que Antonio, Antonio Frío, ahora vive para siempre. Colgué y solo pude sonreír tristemente antes de llamar a mi padre para acompañarlo en su silencio en el que los recuerdos fueron infinitos. El olor a trementinas, carajillos reposados, aceites de linaza y óleos (Non ita sanctus) llegaron y con ellos el deseo de escribir, pero antes, en El Libro Total, repasé su obra y encontré... como siempre.

Decía Pablus, (mi padre) evitando hablar de su perfección en el arte que... “no hablemos de la excelencia del trabajo. Este es oficio del trabajo mismo. Yo quiero, simplemente, darle las gracias a mi compañero por los Simones que ya forman parte de mi conocimiento sobre este Bolívar que al decir del carnicero Joselín Vargas, libertó cinco Repúblicas, un departamento, un pintor, un vendedor de vacas muertas y un amigo.”

Ahora libertado por la muerte, Antonio, el pintor de Bolívar (libre y sin sujeción como siempre, pero también desocupado y ocioso como yo), se hace eterno en sus obras, en las que reconocemos al Libertador como realmente fue, alimentando con panela a Palomo antes de la batalla o escribiendo sobre la pared blanca su nombre con orines en alguna tarde de septiembre para la historia nacional y la de utopía, por la que murieron luchando y seguimos batallando.

Cada vez que muere un amigo, la soledad infinita alcanza el alma, se congelan los recuerdos y se agolpan en el gaznate palabras que no se pronunciaron, se corta la respiración y morimos una y otra vez hasta morir, finalmente, un poco en alguien amado.

Por los Simones y por los bodegones que, después del boceto, compartimos en el festín, gracias.

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