Se está poniendo de moda derribar estatuas, como si con ello se mejorara el presente, o se cambiara la historia. Los más entendidos dicen que se hace justicia y sus oponentes tienen razón al decir que de nada sirve una pena si no hay nadie que la cumpla.
Pero digamos que con la estatua de Sebastián de Belalcázar hubiera bastado con colocarle al pedestal una placa explicando por qué razón no debería estar allí. Pero ya con el monigote en tierra, el único beneficio va ser que más pronto se olvidará su memoria, si se me permite decirlo así, forzando la última instancia que se encarga de la suprema justicia en la Tierra: el Tiempo.
Siempre, cuando nos bautizan o sin bautismo nos llaman por determinado apelativo, hay una razón para ello, como seguramente la tuvieron los padres de cierto capitán de penosa actualidad que atendía a la voz de “¡Jitler!”, muy apropiada para un perro. Rabioso.
Con las cosas así, muy de seguro llegaremos a la conclusión de que el origen de Belacázar fue Cristóbal Colón y a preguntarnos si tendríamos, por esa circunstancia, que cambiarle el nombre a nuestra patria. Le hemos pedido a un amigo experto que calcule las consecuencias económicas, sociales y políticas de tal acción. Nos ha respondido que dicho estimativo le llevaría algunos años y que de nada serviría en términos prácticos. Otro sabio nos preguntó, entonces, qué nombre le pondríamos a la renombrada república. Y alguien apuntó que lo menos oneroso sería cambiar una sola letra, remplazando la primera o por una u.
Si nos pusiéramos a hacer de jueces, uno de los primeros en caer sería el departamento de Santander, aunque el país volvería a dividirse en otros dos, como ocurriría si también le pusiéramos la tilde a Antioquia para rescatar la original Antioquía, como querría la Real Academia.
Finalmente decidimos dejar las cosas como estaban, haciendo caso a la sabiduría de los abuelos, que no se cansaban de repetir: “Es mejor que no la mezan porque se despierta y llora”.
