La historia demuestra que las naciones y regiones que han experimentado un desarrollo significativo han sido aquellas en las que el sector público y el empresarial se han unido y compartido responsabilidades y objetivos.
El viernes 16 de febrero de 1945, doña Priscila Narváez le dijo a su esposo, José del Carmen Arango, que no se sentía bien. Ella le pidió el favor a su marido de llamar a las parteras porque ya no aguantaba los dolores causados por su primogénito quien desde las primeras horas del día estaba incomodando. Había luna nueva y el oleaje del mar tenía una intensidad inusual. La brisa estaba más fría que nunca y los palos de mango se mecían de un lado a otro. El llanto de un bebé despertó a medio barrio Ancón anunciando que llegaba al mundo el mejor jugador samario de todos los tiempos: Alfredo Arango Narváez.
Desde muy niño fue silencioso al extremo. Lo crió su abuela Genoveva. Tal vez lo afectó que su padre los abandonó cuando él y sus hermanos eran muy pequeños. En las largas charlas que he tenido con Julio Comesaña, el volante uruguayo siempre me dijo: “Las únicas palabras que le escuché a Alfredo Arango fueron ‘Q’hubo cuadro’. ¡Nada más!”. Hablaba en la cancha, con el balón, embetunaba sus viejos guayos negros con la arena caliente de la cancha de ‘Pescáito’, la famosa cancha La Castellana. Ahí lo vieron, su fútbol hacía bulla por él; era guapo, metía pierna, tenía talento, dormía el balón en su red, le gustaba pescar, era su hobby.
Fue a la selección del departamento del Magdalena, luego llegó al Unión, el de los paraguayos, el de los brasileños, el que dirigía Antonio Julio De la Hoz. Él y su hermano José del Carmen ayudaron para que esa noche de diciembre del 68, Santa Marta se convirtiera en un manicomio al celebrar su primer y único título en el profesionalismo colombiano. Le dijeron que se iba para Millonarios, el equipo con más títulos en el fútbol nacional. Le fue bien, salió campeón, era el sobrino de Carlos Arango, ¡otro maestro! Pero su fútbol no estaba para vivir arropado con cobijas. Le hacía falta el calor, cambiar de clima. Llegó al Bucaramanga en una negociación en la cual incluyeron a su paisano Eduardo Vilarete y junto a Eduardo Gillio, ‘Papo’ Flórez, ‘Pitula’ Martínez y Pedro Ardila convirtieron el Alfonso López en una pista de baile.
En diciembre del 76 lo contrata el Junior de Barranquilla y en el primer entrenamiento se dio la mano con Juan Ramón ‘La Bruja’ Verón. Como testigo de ese acuerdo estuvo presente José Varacka. No necesitaron hablar mucho, ‘La Bruja’ tenía la escoba, Alfredo los polvos mágicos. El maestro Arango sazonaba el fútbol del Junior, le ponía pimienta y sal al balón para comerse vivos a los rivales. El Junior de Varacka era un tiburón hambriento, en ese acuario infernal que era el Romelio Martínez no sobrevivía nadie. Alfredo solo se tenía que preocupar por recibir el balón y mirar para adelante. Ahí estaban Lorea, Aguilar, Fiorillo y Ariel Valenciano.
Atrás no había complicaciones, quién se iba a preocupar si estaban Delménico, Reyes, Miranda, Berdugo, Amaya, Comesaña y Solari. Todos pegaban, hasta Alfredo si le tocaba. Silencioso al extremo, en la cancha se transformaba, le pesaba la mano. Era el faro de la embarcación, era el ‘maranguango’ de Verón. Cobraba los penales como ninguno, bañó de fútbol ‘La Arenosa’, era frío como el mar de madrugada, era caliente como las arenas de ‘El Rodadero’. Ninguno como Alfredo. Hace 12 años le pregunté a Verón cuál había sido el mejor jugador que él había visto. Su respuesta fue categórica: “Sin ninguna duda Alfredo Arango”. A la única bruja que le creo es a ‘La Bruja’ Verón. ¡Hasta pronto!