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Felipe Zarruk
Sábado 05 de diciembre de 2020 - 12:00 PM

La Perla samaria

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Mi gran amigo José Orlando Ascencio me regaló en enero de este año, un libro titulado “¡Jueguen muchachos!”, el cual tiene en la portada una foto del talentoso jugador samario Alfredo Arango Narváez, habitante ilustre del barrio Manzanares.

Jugador de bola e’ trapo amarrada a su pie descalzo por una red de esas que utilizan los pescadores de la Ciénaga grande al amanecer.

Rostro adusto, silencioso a más no poder, tal vez desde que su padre José del Carmen los abandonó a muy corta edad.

Alfredo hablaba cuando tenía el balón en sus pies. Embetunaba el balón de cuero con su botín derecho y sus medias caídas le daban lustre a una esférica color café.

Lo que fabricaban delicadamente con las manos, Alfredo la trataba muy bien con los pies.

Su caminar lento lo inició en la gloriosa selección departamental y continuó en el ciclón bananero cuando en una noche de brisa decembrina de 1968, le dieron la única estrella al Unión Magdalena, el de su Santa Marta natal, la ciudad de Bastidas y de Bolívar también.

La que extrañó un día de diciembre de 1976 y luego de un paso brillante por el Atlético Bucaramanga, donde tuvo ‘compinches’ para enloquecer rivales tales como ‘Papo’ Flórez, Eduardo Gillio y su paisano Eduardo Emilio Vilarete, se marchó para nunca más volver.

El Junior lo buscó y le compró un trapero para que se asociara con la escoba de la ‘Bruja’ Verón y conformaran la llave ‘VerAngo’, famosa creación del maestro Juan Gossaín.

Salieron campeones en el 77 y de allí se devolvió a su casa que estaba a 104 kilómetros de distancia. Extrañaba a Zully Pacheco Vives, a sus ‘pelaos’, a sus amigos, al pitán-pitán del Eduardo Santos.

Sus últimas temporadas fueron geniales, sobre todo la del 79 cuando Unión merecía el título, ese mismo que se le escapó en Bucaramanga.

Aquí dejó una huella imborrable, como la tarde en que le cobra un penal a Pedro Zape y con la punta del guayo se la toca al palo izquierdo de la portería norte, con sutileza, dejando a Zape quieto como los trupillos en agosto, a los que no se les mueve una sola hoja.

Aquella tarde me abracé con mi hermano y con Gunther González en la malla de occidental, vecindario norte.

Lloramos al verlo cobrar, al verlo jugar. Su maestría será eterna, como las arenas de Taganga, como el ruido del tren que roncaba en Ciénaga, rumbo a la bahía más linda de América.

El maestro Alfredo Arango es el mejor jugador que vi en mi vida, Carlos Vives lo extraña con los goles de Arango, los domingos, los abuelos, él es la perla samaria, eso le gustó a José Orlando quien lo inmortalizó en su libro, dándole el lugar que Alfredo se merece en la historia de nuestro fútbol.

Chao y hasta la próxima.

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