Hace varios años, en un viaje a España, fuimos a la pintoresca población de Segovia, famosa por su acueducto romano y por un producto convertido en emblema turístico, “el cochinillo segoviano”. Nos instalamos en un restaurante para gozar de las delicias de la mesa. Un mesero alto y desgarbado se acercó y nos preguntó por nuestro origen. Cuando le dijimos que éramos colombianos se retiró discretamente, dio una vuelta por el recinto, regresó y con una sonrisa de picardía nos pidió que le dijéramos a cuál cartel pertenecíamos, si al de Cali o al de Medellín. Esa imagen tenían de los colombianos en todo el mundo.
Han pasado los años, muchas cosas han ocurrido en nuestro país que nos ponen en una situación negativa frente al exterior. Vino el proceso de paz, no se ha cumplido la implementación y los vestigios de la violencia llenan de sangre muchas regiones, especialmente los antiguos territorios nacionales. Pero, además, las marchas de protesta autorizadas por la Constitución se han convertido en desfile de violencia y destrucción. Y de contera, la corrupción invade los sectores públicos y privados. Todavía recordamos al abogado Ordóñez cuando con golpes en el pecho lo mataron, confundiéndolo con un vándalo. Y no olvidamos a los cadetes asesinados en su propio recinto oficial.
Ahora surge un hecho nuevo que nos llena de dolor y vergüenza. No se ha aclarado suficientemente, pero parece que un grupo de exfuncionarios colombianos, mercenarios, colaboraron en el asesinato del presidente de Haití. Enlodaron la tierra que colaboró con el Libertador Simón Bolívar. Hay muchas dudas sobre los hechos de la isla caribeña, pero debemos preguntarnos qué hacían esos ciudadanos colombianos en compañía de los asesinos del presidente Jovenel Moise. Ahora, cuando viajemos al exterior no nos preguntaran solamente por carteles de la droga, sino también por los mercenarios colombianos.
