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Jaime Calderón Herrera
Lunes 25 de marzo de 2019 - 12:00 PM

Pensemos un poco en la libertad

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Nuestra república fue construida pretendiendo los ideales de la revolución francesa: libertad, igualdad y fraternidad. Sin duda, éstos nunca fueron alcanzados en Colombia y solo unas pocas naciones han logrado acercarse a ellos.

La libertad podemos entenderla en los términos planteados por Rousseau, en que ella consiste menos en hacer lo que se nos antoje que en evitar ser sujeto del deseo de otros. Está claro que si la libertad es la esencia de la humanidad, renunciar a ella es renunciar a ser humanos. Sin embargo al mirar desprevenidamente un fenómeno como el de la polarización que es agudo en nuestra sociedad, y se esparce en el mundo como plaga, no cuesta trabajo afirmar que los ciudadanos que renuncian a los argumentos, a la racionalidad, para alimentar sus emociones con distorsiones, con medias verdades o con mentiras absolutas, abandonan la razón para cobijarse con las emociones.

El miedo y el odio, tanto como la ira y la compasión son parte de nuestro ser y nos han servido durante millones de años para sobrevivir, sin embargo cuando controlamos las emociones y damos paso a la inteligencia (emocional), transitamos el camino de la libertad del individuo. La fe ciega no es otra cosa que renunciar a la libertad para acoger una creencia que nos emociona. Leí que los políticos, al igual que los músicos, tienen éxito cuando nos mueven las emociones, cuando nos “erizan” como diría la Grisales.

Lo malo es que si el éxito de una política es hacernos erizar con el odio y con el miedo, estamos dando paso a nuestra entrega como humanos y cerrándolo a la compasión. Si le damos una oportunidad al “imperativo categórico” de Kant, es decir si algo no se ve razonablemente bueno y aplicable de manera universal, pues probablemente no es bueno, entonces, polarizar creando bandos opuestos, termina en la usabilidad, en la utilización de los ciudadanos para un fin, en tanto que el fin somos todos, absolutamente todos los ciudadanos. Como si fuera poco, la revolución digital amenaza con herramientas más eficientes para manipular nuestras emociones de manera individual y colectiva.

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