La mayor parte de estas muertes son originarias de Eritrea, uno de los diez países más pobres del mundo según el último Informe de Desarrollo Humano de Naciones Unidas, y que en otro momento, desde finales del siglo XIX y hasta la Segunda Guerra Mundial, fue colonia italiana. Una relación que en el imaginario colectivo eritreo pervive lo suficiente como para recorrer los más de 3.400 km que separan ambas regiones y para lo cual, en condiciones infrahumanas, se atraviese Sudán y Libia hasta llegar al Mediterráneo. Todo por un precio que transcurre entre los 500 dólares y 3.000 dólares del que sacan beneficio mafias y traficantes.
Asimismo, sacan beneficio aquellos sectores económicos en los que se desempeñan como peones de albañilería o como pintores de carreteras en Libia, que es donde aguardan por tiempo indefinido a embarcarse, generalmente, desde el puerto de Misrata con rumbo hacia Italia, o hacia la muerte.
Transcurrido este éxodo, y llegando vivos a Lampedusa, les aguarda el país transalpino, donde la inmigración ilegal - ¿acaso las personas son ilegales?- está por completo criminalizada. Valga la pena recordar que fue Silvio Berlusconi, quien en mayo de 2008 impulsó una normativa que prevé penas de cárcel entre seis meses y cuatro años a los inmigrantes que de forma clandestina llegan al país.
Es por todo que la respuesta no puede ser la preservación del status quo. Ni la militarización de las fronteras, la intensificación del racismo o la estigmatización de estos grupos vulnerables. Este tipo de presiones migratorias solo pueden afrontarse desde la trasnacionalidad y desde la acción colectiva de quienes consideramos que tales atropellos a la condición humana no saben de fronteras, banderas ni del color de la piel. Un atropello cuya razón primera de ser está, no se nos olvide, en un capitalismo salvaje que ha sido especialmente depredador con el continente africano.
Solo en el mar Mediterráneo han muerto en los últimos veinte años más de 25.000 personas. Víctimas que para Europa son problema exclusivo de aquellos que tienen la “desgracia” de mirar al mar, tal y como se desprende de una normativa de asilo carente de toda humanidad. Todo, en esa misma Europa que ambiciona ser potencia mundial de los Derechos Humanos y que ostenta (¿?) el Premio Nobel de la Paz.