El término ha sido casi completamente vaciado de su sentido social y político, y ha adquirido tres significados principales, todos los cuales, irónicamente, dificultan (y en ocasiones incluso van en contra de) la equidad de género.
Hoy en día, el término “empoderamiento” designa:
1) un lucrativo sector de la industria del bienestar que promueve constantes procesos de “mejoramiento personal” como convenientes sustitutos al trabajo social y político.
2) una eficaz herramienta patriarcal que usa el lenguaje del feminismo para culpar a las mujeres por la opresión que sufren diciéndoles, por ejemplo, que la brecha salarial se debe a que las mujeres no negociamos o no somos lo suficientemente asertivas.
3) un poderoso ejercicio de branding corporativo que falsamente equipara el éxito personal de pequeños grupos de mujeres privilegiadas con procesos de transformación social e institucional en pro de la equidad.
Pese sus diferencias, estos tres significados tienen algo en común: muestran cómo se coaptan y mercantilizan estrategias que surgen para alcanzar la equidad, y terminan, por el contrario, profundizando las jerarquías de género, clase y racialización (entre otras) que (re)producen la desigualdad.
Pero hay que tenerlo claro: ningún proceso de mejoramiento personal ni ningún éxito individual pueden reemplazar la consciencia ni la acción política y social.
El empoderamiento no es un “lifestyle” ni una estrategia de avance profesional. Es un proceso de transformación social que reconoce y aspira a cambiar las causas estructurales de la desigualdad.
Por eso, hacer yoga, ser vegano, o tomar cursos de “leadership” no es “poner nuestro granito de arena” por la equidad de género.
Para que el empoderamiento sea empoderamiento tiene que estar conectado a procesos de transformación social, política y cultural que vayan más allá del bienestar o éxito individual.
De lo contrario, no es empoderamiento, es bienestar o “networking” despolitizados, pero convenientemente mercadeados como equidad.