Al ‘vivaracho’ colombiano le gusta viajar, y si es al ‘gratín’, mucho mejor, es decir, que no sea con su plata. Llevar acompañantes también cabe dentro de las posibilidades, eso sí, bajo las mismas condiciones. Y si hubiere lugar a algún tipo de reclamo el ‘vivaracho’ reacciona bravucón, actúa con soberbia y hasta grita, porque su imagen sin tacha no se puede poner en entredicho.
El episodio del viaje a las islas de San Andrés del Fiscal General, acompañado de su esposa, su hija y una amiga de ella, en misión oficial, en medio de una pandemia y, al parecer, violando las disposiciones sanitarias establecidas para menores de edad, no es nuevo y es más usual, tanto en lo público como en lo privado, de lo que uno se pueda imaginar.
La ligereza con la que se actúa motivado por el privilegio de ostentar un cargo con cierto poder, hace difusos los límites de un funcionario o un empleado que, ante la ausencia de controles, por abuso de confianza o exceso de atribuciones, saca su ‘vivaracho’ para irse, por ejemplo, de luna de miel a Cartagena con su amante -de la misma empresa- cobrando tranquilamente viáticos y salario completo de los días utilizados en la ‘misión especial’. Hay descarados que, incluso, caen en paracaídas en otros cargos de mayor responsabilidad.
O el sujeto que, disfrazado con el antifaz de la filantropía, crea fundaciones sin ánimo de lucro para cobrar por la derecha honorarios como presidente y, de paso, pagarse tiquetes al exterior, con su esposa, sin tan siquiera sonrojarse ante invitaciones de ONG que buscan dónde poner recursos para los menos favorecidos.
No defiendo al señor Barbosa, que por la investidura de su cargo debería ser el sumun de la ética, pero su mediático caso sí sirve para ilustrar la doble moral con la que hacemos juicios sobre las actuaciones de los demás sin mirarnos el ombligo propio. Como bien lo dice Juan Gossain en su libro ‘Que les den cárcel por casa’, “la corrupción campea a sus anchas. Almuerza en los mejores restaurantes. Es socia de los clubes sociales”.
