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Santiago Gómez
Jueves 19 de diciembre de 2019 - 12:00 PM

Dolor

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La tragedia de la violencia en Colombia revivió con fuerza en el peor de los momentos políticos. Un gobierno cuestionado, con cada vez menos margen de maniobra a causa de las protestas sociales que después de casi un mes no encuentran eco en respuestas concretas y satisfactorias, está entre la cacerola y la pared.

El descubrimiento de la primera fosa común de falsos positivos es un hallazgo que el país debe a la JEP y al testimonio de los soldados que rindieron su declaración. Lo de Dabeiba nos recuerda el país que fuimos y no debemos volver a ser. Nos hace entender que lejos de la comodidad de las ciudades se vivió una guerra, que amainó pero no desapareció, y que las Farc no fueron los únicos que asesinaron inocentes en este país.

El país, sin distingos políticos, debe solidarizarse con el dolor de cientos de familias que hoy descubren, ante los ojos sorprendidos de la comunidad internacional, el paradero de los cuerpos de sus jóvenes, asesinados durante un período oscuro de una guerra que pareció terminar en 2016 y que también parecen querer revivir algunas facciones de la élite nacional.

Colombia debe superar de una vez estas etapas macabras de asesinatos a sangre fría. Las generaciones futuras deben entender que la violencia no puede ser la forma en que seguimos solucionando nuestros conflictos o perpetuando posiciones de poder a costa de ampliar las brechas sociales. Ni los pobres son vagos, ni todos los ricos son hampones, pero vagos y hampones hay.

El año se acaba como empezó. En enero, el atentado en la Escuela de Policía General Santander nos despertó de la ilusión de una paz alcanzada. En diciembre, el descubrimiento del cementerio de Dabeiba nos puso de frente a todos los fantasmas de una sociedad separada por el odio y la inequidad consentida.

El 2020 está a la vuelta de la esquina. Y el gobierno no es el único que debe atender las solicitudes de una juventud inconforme. Mucha gente que sigue justificando la muerte debe empezar a entender que el dolor ajeno, en sociedades civilizadas, siempre debe ser propio.

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