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Sergio Rangel
Sábado 18 de enero de 2020 - 12:00 PM

Una cita clandestina

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Una tarde del 28 de agosto de 1844, dos jóvenes se citaron en el Café de la Regence, en París. Ellos eran Federico Engels y Carlos Marx. El primero tenía 23 años y el segundo 25. A Engels, su padre un adinerado empresario de la fabricación de tejidos, lo envío a estudiar a Manchester lo relacionado con esa industria. Pero el destino le tenía preparado otro camino. Le pareció increíble el adelanto industrial de esa ciudad, y sin embargo los trabajadores de las fábricas eran muy pobres y sin mayores garantías. Marx también le llevó la contraria a su padre y en Berlín ingresó al estudio de filosofía, con una sorpresa mayúscula, pues se dio cuenta que no eran las escuelas filosóficas lo que interesaban, eran las leyes de la historia que provocaron la caída de civilizaciones enteras (Fenomenología del Espíritu: Hegel). El sitio que escogieron para el encuentro en París, no pudo ser más apropiado. El Café de la Regence era un lugar destinado al juego de ajedrez, en donde los asistentes se sentaban uno frente al otro en absoluto silencio. Simulando jugar, con seguridad hablaron por horas de sus planes futuros.

Años después, ambos tuvieron un encuentro con quienes se hacían llamar “La Liga de los justos”, formada por artesanos resentidos con la industrialización. Sus objetivos eran instigar revueltas, saboteos, atentados, permaneciendo en la clandestinidad. Marx y Engels les recomendaron cambiar el nombre por “Liga Comunista” y abandonar el “secretísimo”. Luego se comprometieron a redactar el “Manifiesto Comunista”, un catecismo, que se convirtió en texto revolucionario.

Mueren, Marx y Engels, sin saber la orgia de sangre que padeció el mundo a causa de aquella cita clandestina de dos jóvenes utópicos. Mucho menos imaginar el desastre económico de países que adoptaron el comunismo. En el fondo Engels y Marx admiraban al capitalismo por el crecimiento económico (The Capital). Pero creían en la victoria del socialismo, sabían que el capitalismo cada día crearía más proletarios, enemigo que se verían obligados a enfrentar. “Defiéndeme, Señor, ... de ser mármol y olvido/ No de la espada.../ defiéndeme , si n0 de la esperanza” (Borges). Tampoco alcanzaron a imaginar la cuarta revolución industrial . La más impensada de todas, el conocimiento basado en datos y algoritmos. Si resucitaran, Max y Engels, deberían doctorarse de adivinos.

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