Un pésimo ejemplo
El hecho de ostentar un liderazgo político, sobre todo si este alcanza el ámbito nacional, no se remite a un asunto de vanidad exacerbada por el reconocimiento público o el goce de privilegios; en el ejercicio del liderazgo político se contraen grandes responsabilidades, que comprometen tanto las formas de comportarse, en público y en privado, como la manera de actuar en el cumplimiento de funciones de gran entidad.
El líder, especialmente el líder político, es punto de referencia para millones de personas: sus acciones, sus palabras, su conducta en general, quiérase o no, alcanza a todos y afecta a todos, tanto en quienes lo siguen, como en quienes lo critican, y tiene inevitable impacto en el tejido social. Esto es especialmente serio en un país como el nuestro, que ha rebajado significativamente su nivel de debate público, por lo que el ejemplo de los dirigentes tiende a hacerse fundamental, aunque hoy lo vemos referido casi exclusivamente a lo superficial.
Un caso deplorable, inconveniente y claramente censurable del mal ejemplo que, en un momento determinado, pueden dar nuestros líderes políticos, se vivió en el Senado de la República, en la noche del pasado martes, cuando un debate entre un expresidente tan popular como Álvaro Uribe Vélez y un jefe de la oposición, que además de candidato presidencial y senador representa a algo más de ocho millones de electores, se trenzaron en una disputa verbal que no dejó vencedores, sino únicamente vencidos. Además de lo que pierde un líder al nivelar su discusión a la de cualquier protagonista de disputa callejera, todos los colombianos perdemos cuando se insiste en que la vía del improperio y el insulto puede ser una vía válida. Jamás lo será, sin importar las circunstancias, pues se trata de una forma de violencia que no podemos permitir.
Es no solo necesario sino urgente que quienes representan a las instituciones del Estado, a los ciudadanos que les han otorgado esta representatividad a través del voto, quienes ejercen un liderazgo en cualquier nivel y, sobre todo, quienes gozan del reconocimiento de las mayorías en su papel de dirigentes políticos, empicen por dar ejemplo de respeto, moderen el lenguaje, se acojan a la decencia, la prudencia y la mesura en el trato hacia los demás. El poder de la palabra suele ser demoledor y si se abusa de este, como sucede con el exceso de cualquier otro poder, se cae en la altanería, el desafuero, la desinstitucionalización y hasta el ataque físico (como ocurrió en Bucaramanga). Luego de tantos años de agresiones, es hora de que los líderes den ejemplo. No podemos pedirle a la sociedad comportamientos ponderados y respetuosos, si quienes la representan se exhiben ante ella en actos agresiones y actos de simple chabacanería.