Lucila, la mujer que abona su vida con amor, jardinería y suerte
“La Loca Lucía”. Así la llaman los socorranos porque su risa hace volar las palomas despavoridas y se escucha en cada rincón del Parque de La Independencia de la capital comunera.
Le molesta la inconciencia de algunos que no cuidan las zonas verdes: primero por llevar a sus hijos y permitirles quitar las flores, e incluso porque otros se llevan las plantas que encuentran a su paso.
Cada semana se le ve a esta socorrana, como dijo, de “racamandaca”, con sus tijeras en mano, sin guantes. Es fácil ubicarla, basta con seguir el sonido de la música.
Romper el hielo y hablar con Lucila Díaz es más sencillo de lo que se esperaba. Su cuerpo grueso y su rostro serio engañaban a muchos que creían de ella una mujer tal vez mal humorada y de pocas palabras.
Contrario a esto, la “Loca Lucila” habló sobre su sensibilidad por la jardinería y zonas verdes, la suerte que le ha dado la vida y un poco más íntimo, sobre su relación sentimental de 17 años, que como ella afirma, le ha dado luz a su vida.
Así es, “La Loca Lucila”; pero no es de esas donde los pequeños deben esconderse en sus casas, ni mucho menos se le puede comparar con un ropavejero. Los socorranos la llaman así porque su risa hace volar las palomas despavoridas y se escucha en cada rincón del Parque de La Independencia de la capital comunera.
También porque se saluda con cuanta persona se cruza, puede invitarle un tinto a un desconocido, se baila hasta las propagandas en las fiestas y a veces se le ve de celadora, otros días de jardinera.
A sus 56 años no le dan miedo los años y asegura tener más vitalidad que nunca. No se puede estar quieta. Esa misma energía la ha llevado a cargar sobre sus hombres pala, escoba y pica, y arrastrar una carretilla para embeceller las zonas verdes del centro del Socorro.
No necesita más que un par de herramientas y un viejo radio, el mismo que hace unos años se ganó en una rifa: “siembro, abono, cuido los palitos y riego en época de verano. Yo soy celadora. Pero no soy capaz de quedarme sentada en un escritorio viendo pasar gente y el parque con necesidades. Me gusta cuidar las zonas verdes, me apasiona ver los jardines en buen estado, las plantas con vida. Es un oficio desinteresado. No necesito que me den nada más que la libertad de poder hacerlo con mucho amor”.
Así es. A Lucila se le puede ver de vez en cuando con las manos sucias. Incluso es difícil encontrar un anillo en su mano derecha entre los matices de los colores tierra. Sabe que debe sembrar en menguante y que si de buena mano se trata, asegura que ella la tiene.
La amiga de todos
Es complejo lograr que se concentre en la entrevista porque vive saludando a quien va pasando. Camina con seguridad por la plaza del parque, levanta la mano un par de veces para saludar una vez más: a la señora de los raspados, al que vende las revistas y libros con recetas para cocina, y a uno que otro conocido. Es de mediana estatura pero su cuerpo es rígido, erguido. Sonríe. Sí y lo hace mientras recuerda con nostalgia lo dura que fue su niñez: no conoció a sus papás, desde que tiene memoria ha tenido que trabajar y le quitaban los piojos untándole petróleo y parándola al sol un par de horas.
“Mi mamá murió cuando yo apenas tenía un año. A mi papá jamás lo conocí. Entonces una familia me adoptó, me dio un hogar y aunque fue duro, ellos fueron los que me dieron la mano. Yo estudiaba en un colegio de solo mujeres, pero casi ninguna me hablaba porque yo iba a clases en chocatos y cuando salía tenía que ir por caldo de tripa al matadero para alimentar a los marranos que criábamos en la casa. Pero nunca me avergoncé. Siempre mamé gallo, me reí y hasta de mí misma”, recuerda.
Ella habla duro, mueve las manos incluso a la altura de su cabeza. La gente mira al par caminando y asumen una pelea. Nadie existe, es tal vez la conversación más íntima.
La luz en su vida
“Siempre he sido consciente que crecí sin cariño. Sin una persona que me enseñara las cosas con amor, sin alguien me diera de comer algo más que mazamorra y yuca cocida. Pero tengo que decirlo, he sido feliz, porque por eso es que soy una mujer trabajadora y honrada. Todo me lo he ganado a pulso... y bueno tal vez con un poco de suerte”, dice la mujer que “le pegó” al chance el año pasado. Recordar esto le causa risa y se pasa las manos por la cabeza recorriendo su cabello corto: “es que eso me llegó y pude pagar unas culebras. Me quedó para comprar un carrito y ahorrar otro tanto. Dios aprieta pero no ahorca”. Y sí, su suerte cambió, incluso hasta en el amor. Lleva 17 años comprometida con su pareja sentimental. “Ella le ha dado luz a mi vida”, afirma.
Salir del closet no es tarea fácil para una persona gay. Es tal vez el paso más responsable en la vida para Lucila. A los 17 años tuvo su primera relación que se convirtió en 11 años de compañía. Luego tuvo otra con la que duró 12 años y ahora convive con quien durante 17 años ha sido, con quien asegura, es su gran amor.
“Se puede decir que tenemos tres hijas. Naturalmente son de ella pero las criamos juntas: una va para la Policía, otra está estudiando en la universidad y una más está terminando el bachillerato. Ser gay en un pueblo no es sencillo y eso que los tiempos han cambiado; pero aún hay mucha discriminación. Pero yo tengo mi pareja y mi relación en mi casa. El respeto se lo da uno mismo. Se gana. La gente lo sabe y no tengo problema con eso, pero yo vivo mi vida sin hacerle daño a nadie, por eso espero lo mismo de los demás hacia mí”, comenta.
Falta cultura
A ella le gusta bailar ‘pegao’, pero solo la música de Pastor López, vallenato y toda la “guapachosa”. Carga su radio, pone una emisora y empieza darle vida al parque. Le molesta la inconciencia de algunos que no cuidan las zonas verdes: primero por llevar a sus hijos y permitirles quitar las flores, e incluso porque otros se llevan las plantas que encuentran a su paso.
“Una vez sembré 150 matas y hoy solo quedan seis. La gente viene, se enamora de ellas y en lugar de admirarlas, lo que hacen es llevárselas. Eso es falta de cultura, de educación y me molesta a sobremanera. Poco a poco vamos enseñando la gente a respetar”. Cada semana se le ve a esta socorrana, como dice, de “racamandaca”, con sus tijeras en mano, sin guantes. Es fácil ubicarla, basta con seguir el sonido de la música. Sueña con tener su parcela en una zona rural.
La historia de Lucila tiene matices. Una hija de esta tierra que se ríe a mandíbula abierta a pesar de que la vida la ha golpeado, pero no se queja por eso. Lo agradece. Dice que vive tranquila, que es una bendición vivir en un pueblo, con su trabajo y con su familia.
“No puedo quedarme quieta y hasta que el de arriba disponga, voy a seguir cuidando las maticas y embelleciendo mi pueblito viejo”, asegura Lucila.