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santander/barrancabermeja
Lunes 24 de octubre de 2016 - 12:00 PM

La revancha del autoferro de Barrancabermeja

Hace 14 años, funcionó en Santander el único sistema ferroviario de pasajeros del país. Trabajaba todos los días desde Barrancabermeja hasta Puerto Berrío, entre las 5:00 a.m. y las 6:00 p.m. Esta es la crónica que se publicó cuando se inauguró este sistema de transporte.

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La semana pasada, luego de 20 años, volvió a transitar por Santander el tren. Se trata del ferrocarril que viajó desde Santa Marta hasta la Dorada, Caldas, en una prueba piloto para la reactivación definitiva del transporte férreo en el país. Hace 14 años, funcionó en Santander el único sistema ferroviario de pasajeros del país. Trabajaba todos los días desde Barrancabermeja hasta Puerto Berrío, entre las 5:00 a.m. y las 6:00 p.m. Esta es la crónica que se publicó cuando se inauguró este sistema de transporte. Esta es una historia de 115 kilómetros, que en ese entonces beneficiaba a unas cien mil personas, especialmente del campo:

La última vez que Salvador García Abril se montó a un tren en la estación de Barrancabermeja, rompió la marca nacional de burros muertos, contabilizando 11 asnos despellejados de orejas a patas sobre los rieles que llevan del Puerto Petrolero a la sabrosa Santa Marta.

“Es que por más que se les pite, esos animales se quedan quietos. Eso fue por el año 91. Ahora, manejando esta máquina, hemos espichado chulos y zorrillos, especialmente en la noche. Menos mal que cristianos nunca...”, dijo.

A pesar de ser las 4:45 a.m., Barrancabermeja flota de calor. Salvador, el bigotudo hombre de 49 años, es el motorista del inaugurado (abril de 2002) sistema de autoferro, que no es más que la revancha de la fábula crujiente de la gran máquina sobre los cojines (paralelos) de acero y los viejos tablones de madera que separan los 115 kilómetros de Barrancabermeja a Puerto Berrío.

Aquella estación, bordeada por el polvero del barrio La Tora (nororiente) sigue como siempre: solitaria, vieja y con su cemento cuarteado por la presión de los años. La oscuridad cubre a la patria tibia de esta carrilera. Un vendedor de tinto en su carrito, rompe el opresivo silencio de esta mañana.

Por entre los hombres y mujeres que se pasean inquietos a esta hora en la estación, se vislumbra al fondo la figura de una vieja máquina (comprada hace 14 años en Medellín por $20 millones), convertida en el único sistema ferroviario de pasajeros en el país.

Ese armatoste hirviendo es capaz de reescribir la infancia de los barramejos que crecieron escuchando el extraordinario silbato de la locomotora a vapor, que tragó polvo en la región desde hace cien años.

Si se mira al otro lado, uno se encuentra con que los otros vagones siguen tumbados boca arriba de los raíles corroídos y oxidados. Carcomidos por el paso de los años el metal erguido permanece con el orgullo de la última vez que se movieron, hace 12 años.

Son casi las 5:00 de la mañana y Salvador decide presionar esa tecla verde (que activa el portentoso pito y que parece un botón mediano de una camisa). Hay diez milímetros de profundidad estimulados por el dedo pulgar de Salvador. Vuelve el ronquido del tren que sobresalta los sentidos, despierta a Barrancabermeja y hace que un aguacero lindo cubra a esa mujer y una niña, que se trepan a la vagoneta y buscan los brazos de una silla.
Campesinos de sombrero canela, cubriendo sus nucas con ponchos blancos, son tragados también por el intestino grueso de metal crujiente del autoferro, que en promedio beneficia a unas cien mil personas de Santander y Antioquia.

Aunque la fantasía del pito llama a la memoria el llanto de una caldera de carbón, la realidad es otra. El autoferro parece un destartalado autobús urbano sin llantas, que se mueve electroneumáticamente consumiendo 1.10 galones de ACPM por kilómetro.

El primer vagón, marcado con el número 1669, (con el que un ayudante de estación se ganó el chance simultáneo en Barrancabermeja y Puerto Berrío, metiéndose al bolsillo unos $500 mil, (invertidos luego en buena parte en cerveza) fue pintado de color verde y blanco, más bien más verde que blanco.

Al frente lleva una pequeña cabina donde se sienta Salvador, con su infalible termo amarillo de tinto, al que a ratos le mezcla gaseosa negra para combatir el insomnio. En el interior del autoferro fueron instaladas 44 sillas para pasajeros, color crema, y se ubicó una repisa superior para guardar equipaje de mano.

El otro carruaje, el que se engancha al autoferro con una especie de mano gigante de acero, es de color rojo y verde. Durante el viaje, esta especie de enchufe entre los dos vagones, no para de retorcerse, estirarse, menearse y volver a tensarse, sobre todo en las curvas y arrancadas, haciendo un ruido similar al de una porra sobre un yunque.

El vagón lleva el número 3507 y fue dividido en dos. La primera parte tiene dos grandes sillas de madera, instaladas a lo largo, con capacidad para otras 40 personas. Cuenta también con una alfombra gris oscura y un baño, que aunque tiene en la puerta el dibujo de una dama con una sombrilla negra y un traje bordeado (estilo señorita del oeste), es ocupado indistintamente por hombre s y mujeres.

No hay letreros por ningún lado, sólo una dedicatoria en la puerta del baño que dice: “Walter y Judi”, escrita con mala letra. La otra sección es exclusiva para carga pesada. Allí, Luis Alfredo Rodríguez, de 30 años, con seis de experiencia en rieles, acomoda a esta hora costales de arroz y canastas de cerveza y gaseosa, que deberán desembarcarse en la estación de Vizcaina, una de las 17 paradas que hace el tren en su recorrido, ubicada a 25 kilómetros de Barrancabermeja.

El pito vuelve a inflamarse en la estación. Es hora de ir nos. Suena raro, pero de no haber ese jaleo del tren, esa experiencia de advertir cómo se mueven (primero despacito y luego con furia) 23 toneladas de carne humana, botellas, madera y metal, seguramente se habría oído la cantata en fuga de las 5:20 a.m., de los grillos en el pasto crecido del barrio La Tora.

- ¡Chao bigotes..!

Y Salvador se despide con su tren en marcha de uno de los celadores de la estación, mientras el clac, clac, clac, clac de los vagones empieza su naufragio en el horizonte.

Aunque el tren parte con escasos 30 pasajeros a esta hora, a lo largo de la vía tendrá que parar y arrancar por lo menos unas 20 veces más, recogiendo personas y encargos de estación en estación.

La tripulación del autoferro la integran Salvador como motorista y Joel González Pallares como conductor, encargado de cobrar los tiquetes. Aquí los precios pueden ir desde $500 (precio hace 14 años de una estación a la más próxima) hasta los $10 mil que cuesta llegar a Puerto Berrío.

La tropa del tren la conforman Luis Alfredo Rodríguez, encargado de subir y bajar los bultos de la bodega y Norberto Herrera, el afortunado del chance y que tiene a su cargo la cafetería.

Aquel sofoco esfinteral

Y lo dicho, Salvador no lleva ni cinco minutos de marcha cuando baja la palanca del freno para recoger a cinco personas que van hasta Las Montoyas (corregimiento de Puerto Parra) y que a punta de un poncho batido al viento señalaron la parada a lo lejos.

En los vagones se vende tinto, empanadas de pollo, gaseosa y cerveza, que es consumida por las gargantas acostumbradas a tan fermentado desayuno. Los precios son los de una tienda de barrio. Algunos pasajeros duermen bamboleados por el movimiento perpetuo de los vagones, que tiemblan de un lado a otro y viceversa.

A unos pocos el ruido metálico y monótono del tren no los deja cerrar los ojos. Hay quienes dicen que este es el momento del peligro en la nueva ruta del tren de Barrancabermeja. Que esta es la etapa del sofoco, ya que se sueltan un poco los esfínteres y el aire corre el peligro de transformarse en un gran gas maloliente, especialmente todos los viernes, sábados y domingos, cuando el tren se revienta por dentro de apretujados niños llorando, hombres verracos de estas tierras sudados hasta el rábano y jovencitas con faldas cortas a las que les llueven coquetos. A esta hora el cielo ya se iluminó y el calor varía entre los 32 y 36 grados centígrados.

A medida que el autoferro avanza, se encuentran puentes viejos de madera, plantaciones de plátano, quebradas y charcos donde se pueden ver Ponches (chigüiro de esta zona) caballos, ganado y más ganado, que corren despavoridos ante el paso del autoferro.

Al llegar a Puerto Berrío, tierra de paisas, hay que pasar por un gran puente metálico (500 metros) sobre el río Magdalena. El tren se gasta minuto y medio en hacer su faena, mientras los pasajeros ven desde arriba las chalupas sobre la monotonía de las aguas.

Atrás, hace unos pocos kilómetros, están los barrizales del Magdalena repletos de búfalos cornudos, donde hay un cielo azul con nubes redondas y plenas como los senos de las muchachas lindas que aparecen en las esquinas de Berrío, este pueblo conocido por su buen plato de bandeja paisa.

El derrotado imperio de las motogarruchas

El tren de Barrancabermeja resucitó el 26 de abril de 2002 y murió tiempo después. A la 1:30 p.m. se hizo cotidiana su llegada a las estaciones del Magdalena Medio llevando cerveza y víveres.

Por ejemplo, en los barrios 4 de agosto y El Palmar, ubicados a lado y lado de la vía del ferrocarril de Barrancabermeja, o las estaciones Carare o Montoyas, el sonido del tren ya no es novedad.

Para sus habitantes, todos los días, después de las 5:00 a.m., el ruido de la máquina se filtra por los remotos sueños. Es un sonido familiar, que lejos de inquietar, da cierta seguridad, además de ser un implacable despertador. Ni siquiera importa que algunas de las casas de madera tiemblen a su paso.

Es parte de lo cotidiano. Casi podría decirse que se extrañaría si dejara de ocurrir. El paso diario del autoferro está marcando el destino final de las motogarruchas (tabla de madera impulsada por motocicleta que va sobre los rieles).

“Eso sí que es peligroso, pero la necesidad de trabajo lo obliga a uno a montarse en eso. Aquí voy con el accidente en el ojo de la boca”, advierte Julio César Gómez, de 48 años, quien espera a un lado de los rieles, con su motogarrucha, que pase el tren.

“Uno se ganaba sus pesitos llevando mercados a las veredas. Montando gente. Pero este negocio es peligroso. Donde uno se accidente se revienta. Ahora con e l tren, uno ya sabe más o menos a la hora que pasa”.

Y precisamente fue el accidente de una motogarrucha el que generó la llegada del autoferro, asegura Esperanza Cardoso Sánchez, gerente de la Cooperativa de Trabajo Asociado de Servicios Múltiples y Ferroviarios, Coosemulfer, entidad responsable (en ese entonces) del tren.

“La idea surgió a mediados del año pasado a raíz de la necesidad de transportar personal entre Barranca y Puerto Berrío. Especialmente a la gente de las veredas. Ellos se transportan en las motogarruchas que son un peligro, porque hasta muertos ha habido.

“En uno de esos choques resultó lastimada la esposa de un socio. Eso fue como en septiembre. La señora quedó fregada de la columna, estuvo en cuidados intensivos. Hasta hace poco le quitaron las muletas. Eso fue terrible...

“Entonces nos propusimos el proyecto. Hicimos los contactos. Compramos la máquina en Medellín. Adquirimos un vagón y le hicimos mantenimiento. Eso costó cerca de $60 millones”.

Coosemulfer cuenta con 180 socios (la mayoría pensionados de Ferrocarriles Nacionales) en Bogotá, Santa Marta, Cundinamarca, Santander y Magdalena.

“Hasta ahora empezamos y no tenemos cálculos definitivos de operación. Estimamos que al mes invertimos uno $7 millones. Ganancias habrá. La gente está pidiendo el servicio hasta Medellín. Estamos trabajando en eso. Esperamos en menos de tres meses inaugurar la ruta con otro autoferro...”, sentencia Esperanza.

En Puerto Berrío, como todos los domingos, estará Germán Serna, con su sombrero blanco y su poncho, esperando coger para su finca, ubicada a unos 50 kilómetros de la estación.

“Esto es una bendición. Es muy bueno, seguro y cómodo. Ya no utilizo las motogarruchas. Lo importante es que sea puntual...”, dijo con es inconfundible acento paisa, fumándose un cigarrillo. Antes que narrar los prodigios que el tren causa a los niños y adultos que nunca han visto una máquina así de grande, el autoferro de Barranca ha sido capaz de despertar a un pueblo que tenía en naftalina uno de sus mayores tesoros: Ese fantástico pito que lame los rieles diariamente a las 5:00 a.m. y suena tan alto que es capaz de chamuscarle los talones a Dios.

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Publicado por JUAN CARLOS GUTIÉRREZ

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